A comenté por aquí que el martes tuve que renunciar a hacer la compra en un centro comercial por las largas colas que había para entrar al supermercado. Estas cosas suelo intentar que solo me pasen una vez, así que ayer me pegué un madrugón para estar a las 8.30 horas en la puerta del centro.

Pensaba yo que madrugar después de tantos días sin tener que llevar a los niños al cole sería algo revitalizante. Pero no. Me despedí de la cama como un zombi y no tuve fuerzas ni para desayunar.

Me reconfortó comprobar que yo no era el único perturbado que había tenido la genial idea de ir tan temprano a hacer la compra. No había colas, pero ya había mucho meneo en los pasillos de alimentación.

Me llamó la atención que abundaban dos tipologías de personas. Por un lado, había decenas de empleados de la cadena de supermercados haciendo la compra. Se trataba de los trabajadores encargados de los pedidos a domicilio. Y, por otro lado, había un ejército de jóvenes, con petos de la Diputación Foral de Bizkaia y de la Cruz Roja, que estaban haciendo la compra, o eso imaginé yo, a personas mayores que viven solas o que están en aislamiento.

A partir de las 9.00 horas, desde dentro del supermercado se podía ver cómo se iba formando una interminable fila de carritos de la compra esperando a entrar para comprar. Tardé hora y media en hacer la compra para mi casa y la de mis padres. Y sí, tal y como empezó ayer a decirse en las redes sociales, se veía más hombres que mujeres haciendo la compra, al contrario de lo que ocurre cuando no hay una pandemia letal. Supongo que es un micromachismo más: “Tranquila, cariño, que ya salgo yo a traer los víveres para mantenerte en esta crisis”. Y tienes la excusa para salir dos horas de casa y dejar a tu mujer encerrada con los niños. O puede que no. ¡Yo qué sé!

Salí del supermercado a las 10.00 y la cola de la gente que quería hacer la compra ya serpenteaba más de cien metros por el aparcamiento del centro comercial.

La anécdota del día la viví de regreso a casa. Llegando con el coche a Larrabasterra me encontré con un control de la Ertzaintza. Una agente me dio el alto y me preguntó de dónde venía. “De hacer la compra en Artea”, le contesté. “Enséñeme el tique de la compra, por favor”. Le expliqué que tenía el recibo entre las bolsas de la compra, en el maletero, y me mandó salirme de la carretera para enseñárselo a otros dos agentes que esperaban junto a los coches patrulla.

Aparqué el coche, salí y abrí el maletero, mostrando mis cinco sacos de rafia con la compra como quien lleva de carga un cadáver y cuarenta kilos de cocaína. Pensé que con todo ese alijo de pan de molde, verduras y croquetas congeladas ya era evidente que venía de hacer la compra. “El recibo, por favor”. Pues no, no era evidente. Revolví en un par de bolsas y saqué el recibo. “¿Qué fecha tiene?”. Cuando el ertzaina me preguntó eso reconozco que pensé que querían pillarme en algo. Se lo enseñé: 8 de abril. “¿Y la hora?”. Las 10.00 horas. “¿Y has tardado veinte minutos en venir desde Artea hasta aquí?”. Y dediqué medio minuto a explicarle al agente lo que se tarda en meter la compra en cinco bolsas, llegar al coche, descargar, llevar el carrito a su sitio y recuperar un euro... ¿Se nos ha ido la olla?