A todos nos preocupa la contaminación ambiental y sus nocivas consecuencias: ese humo que expulsan los tubos de escape de los vehículos, los gases que emiten las chimeneas de las fábricas... Pero, ¿qué ocurre con ese run-run de motor que nos avisa, todavía desde la cama, de que el día ya está en marcha? El claxon de un conductor impaciente, el martillo neumático de unas obras, el chirriar del tren o del metro, un avión que despega sobre nuestras cabezas, la algarada de los trasnochadores, el tararí de las barracas en fiestas... En los últimos años ha crecido la conciencia sobre la contaminación acústica y sus efectos sobre la salud.

No es para tomárselo a broma; además de la pérdida de audición, la exposición a niveles elevados de ruido tiene también otros efectos como trastornos profundos del sueño, problemas en el sistema cardiocirculatorio, hipertensión, reducción del rendimiento, estrés e incluso un incremento de los ingresos hospitalarios urgentes por ansiedad y depresión. No es de extrañar que desde las instituciones públicas se estén redoblando esfuerzos por minimizar esa losa, con medidas que van desde el refuerzo del aislamiento de las viviendas, la reducción del tráfico en las calles o la instalación de pantallas acústicas.

El 28% de la población del Estado está expuesta a niveles de ruido por encima de los 65 decibelios, el máximo recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), según un estudio realizado por el Instituto de Salud Carlos III. Otro informe de la Agencia Europea de Medio Ambiente (AEMA) eleva ese porcentaje hasta el 50% de la población urbana en muchas ciudades.

Pero, ¿cuánto ruido son 65 decibelios? Una conversación normal tiene aproximadamente 60, una cortadora de césped tiene aproximadamente 90 y en un concierto de rock fuerte se eleva hasta aproximadamente 120; los susurros y las pisadas suelen marcar 15 decibelios, en una biblioteca ronda los 25, una oficina con mucha actividad está en torno a los 55 y un restaurante lleno, sobre los 65. ¿El interior de un avión? 75, similar al que produce el tráfico rodado en la calle de una ciudad o una discusión a gritos. En los casos más extremos, el despegue de una nave espacial supondría una explosión de 180 decibelios y una carrera de automovilismo, 130.

Eso sí, hay que tener en cuenta que la escala de decibelios es logarítmica, por lo que un aumento de tres decibelios en el nivel de sonido representa una duplicación de la intensidad del ruido. Por ejemplo, una conversación normal puede ser de aproximadamente 65 decibelios y, por lo general, un grito es de 80; la diferencia es de tan sólo 15 dB, pero el grito es 30 veces más intenso. Además, no es sólo la intensidad la que determina si el ruido es peligroso, también es muy importante la duración de la exposición.

El último estudio de la AEMA concluye que el tráfico rodado, generado por los vehículos a motor que circulan por calles y carreteras, es la principal fuente de contaminación acústica en Europa y alerta de que podría incrementarse todavía más en el futuro como consecuencia del crecimiento urbano y una movilidad cada vez más intensa. Pero ahí están también otros transportes como el ferroviario, los aviones, las obras y el ocio nocturno, personalizado en discotecas o conciertos. La tarta se divide así en la mayoría de los países europeos: más de la mitad de la población urbana sufre por el día niveles de ruido de tráfico rodado superiores al umbral recomendable, mientras que 22 millones se exponen a niveles altos de ruido del ferrocarril; cuatro millones, de aviones; y menos de un millón, del provocado por industrias.

Amenaza para la salud

“La contaminación acústica se ha convertido en uno de los principales problemas de la sociedad, a que afecta a un gran número de personas y que amenaza al bienestar y a la salud”, advierten desde la Sociedad Española de Acústica. Según la Agencia Europea del Medio Ambiente, la exposición al ruido causa 12.000 muertes prematuras cada año en Europa y contribuye a 48.000 nuevos casos de cardiopatía isquémica; hay estudios que han confirmado que vivir cerca de una carretera con mucho tráfico y un sonido constante de motores, claxon y sirenas puede aumentar el riesgo de hipertensión, y el Instituto de Salud Carlos III ha concluido que el ruido urbano es un factor de riesgo para los ingresos urgentes por trastornos mentales.

La Sociedad Española de Otorrinolaringología y Cirugía de Cabeza y Cuello calcula que tres de cada cuatro habitantes de grandes ciudades padecen algún grado de pérdida auditiva por sonidos de alta intensidad y que una de cada diez personas acabará siendo sorda dentro de 30 años si no se modifican los factores de riesgo. En el caso de los jóvenes, la exposición a música de alta intensidad es una de las razones de la aparición de sordera a edades más tempranas. “El uso de auriculares para escuchar música y la asistencia a conciertos y locales de ocio con música alta son los principales factores de riesgo para la audición de los jóvenes”, alertan.