Antes pegaban los carteles con el VOTA junto al portal de nuestra casa. Alfombraban las calles con octavillas. Infestaban las emisiones de televisión con abrasadores spots protagonizados por aturullados mensajes de este o aquel candidato, siempre con el nudo de la corbata muy apretado y los ojos como platos, como si se estuvieran quedando sin oxígeno, cuando, en realidad, solo trataban de leer el texto que le iban pasando con el prompter.

Ya no. A las campañas electorales no les hace falta nada de eso. Las campañas electorales modernas carecen de impacto en el mundo real. Google y las redes sociales son las tapias y buzones hoy. El 99% de las acciones están planificadas considerando esas superficies virtuales. Podría decir que daría lo mismo que en un encuentro con votantes haya votantes físicos o no. Lo relevante es hablar al teléfono móvil, salir natural en el reel de Instagram, soltar un mensaje conciso paras historias y tener salero para Tik-Tok. Incluso la ventanita para los vídeos apaisados de la web del partido y su canal de YouTube han quedado demodé.

Es como si Napoleón, reunido con sus generales en la tienda de campaña antes del choque definitivo, se pusiera las manos a la espalda y dijera: “Me vais a lanzar los youtubers por el flanco izquierdo, una buena andanada de tuits por el centro, dejamos a los instagramers en reserva con una abundante carga de memes. Los tuits de la Vieja Guardia decidirán la batalla con su mordacidad. Allors, enfants de la internet!!” .

Lo óptimo es ser candidater. Una mezcla de candidato o candidata e influencer. Ojito el día que Ibai Llanos decida presentarse a presidente de Andorra. Ojito el día que Ayuso cambie a Miguel Ángel Rodríguez por Ibai Llanos. Ojito el día que C Tangana le componga el jingle y se lo cante Rosalía: una intérprete que vocaliza raro para un mensaje que nadie entiende. Perfecto. Pueden barrer. Más aún teniendo en cuenta que la lideresa no pronuncia discursos: rapea cheli. Ella vive en una permanente pelea de gallos de esas de hiphopers.

Pero dejemos a un lado a Ayuso. Ahora hasta aquellas famosas granjas de trolls rusos, hindús o norcoreanos han quedado obsoletas. Fueron la furia durante los tres últimos procesos electorales: cientos de miles de perfiles falsos comprados a empresas de dudosa catadura que se dedicaban a multiplicar ciertos mensajes y a denostar otros. Como cardúmenes de pirañas electrónicas. Ya no se habla de las granjas de trolls. Porque la mayoría nos hemos convertido en trolls voluntarios. No hace falta adquirir por docenas en Bangalore.

A las octavillas y al Renault 4 cubierto de carteles y con un altavoz sujeto con alambres a la baca del techo les ha dado boleta Google Ads. Los partidos le compran algoritmo a Google. Y el buscador, que sabe de sobra quién eres, qué te gusta de verdad, dónde vives, la edad que tienes y en qué te gastas la manteca, te pone al o la candi en el móvil, la tablet o el PC a la que te descuidas. Quizá en un rinconcito de la pantalla o apareciendo de sopetón, pero ahí está. Google es una mezcla del confesor de la parroquia, la portera de la finca y el vendedor de enciclopedias de otros tiempos. Lo sabe todo y llama al timbre cuando menos lo esperas.

Confiemos en que, tan absortos en el universo electrónico, los partidos no olviden que los compromisos electorales se deben cumplir en el mundo real.