Resta ya una sola semana de campaña. La primera ha pasado sin casi darnos cuenta. Leve y discreta. Nuestra sociedad se ha civilizado tanto, por fortuna, que ni las campañas electorales son lo que eran.

Hasta hace no tanto consistían básicamente en contaminación y derroche. La que nos ocupa estos días solo puede calificarse como light, sin cafeína ni azúcares añadidos. Baste decir que Oskar González las ha pasado canutas para encontrar los folletos de la fotografía que ilustra la página.

Hubo un tiempo, ustedes lo recordarán, en el que lo complicado resultaba poder caminar por una acera sin pisar octavillas de este o aquel partido. Las formaciones armaban caravanas de automóviles, furgonetas y hasta autobuses que recorrían avenidas y barrios turrando al personal con la megafonía a toda pastilla y lanzando papeletas, papelitos y papelotes por las ventanillas. Afiliados hubo que terminaron con tendinitis agudas de codo de tanto arrojar propaganda. Pues ya no. Ni una sola de estas atorrantes comitivas nos hemos cruzado.

La gentes bienpensantes lo achacarán a la concienciación de quienes diseñan las campañas; a su compromiso con la ecología y la lucha contra la contaminación sonora.

Las gentes escépticas lo atribuirán al desorbitado precio del papel y los combustibles. Y a que hace ya muchas elecciones que no se encuentran voluntarios entre la afiliación y es preciso recurrir a profesionales que, como su nombre indica, se caracterizan por la propensión a emitir facturas.

Entre los perfiles humanos que se han extinguido con el paso de los comicios se cuenta el de los pega-carteles. Actuaban en parejas o tríos, con la bolsa de carteles, un cubo rebosante de engrudo y un escobón. Con una pericia inusitada, podían cubrir los tapiales exteriores de un campo de fútbol en una sola noche. Cada partido disponía de sus propias cuadrillas que, una vez detectadas las encarteladas rivales, encolaban encima. El hormigón, una tontería comparado con ese material. Concluidas las elecciones, ningún insensato intentaba retirar aquellos collages sólidos como pirámides egipcias con una rasqueta o agua a presión. Había que arrancarlos con un martillo neumático. Y de los buenos. De los que tiran de compresor. Aún debe quedar alguna tapia en la que se podría realizar una cata arqueológica y obtener la estratigrafía de todas las campañas desde los años 70. Aquel era un engrudo mezclado a conciencia. Y la cartelería, de una superficie tres o cuatro veces superior a la actual. Cosa fina.

Hasta el merchandising ha pasado al baúl de los recuerdos. Aparecían durante las campañas monederos, minicostureros, neceseres, preservativos, encendedores, ceniceros, bolígrafos y un increíble etcétera de quincalla grabada con lemas y anagramas. Daban ganas de salir a la calle con un asno sujeto por el ronzal para poder regresar a casa como un buhonero de las pelis del oeste y montar un mercadillo. Hoy no se encuentran ni caramelos.

Ahora todo es limpio, correcto, silencioso, respetuoso, mínimal. Conozco votantes que renuncian a acercarse a los puntos de información electoral de los partidos a solicitar un pasquín porque tiene miedo a que le pregunten: ¿Lo quiere en papel reciclado o normal? ¿A cuatro tintas o a dos? ¿Autodegradable? ¿En idiomas o braille?

Y a nadie le extrañaría. Es lo que sucede en los bares cuando se pide un café o una copa.

Por suerte, nuestra sociedad ha cambiado diametralmente. Y las campañas con ella. Queda media de la corriente. Esperemos que prosiga desnatada y limpia.