ACE tan solo unos meses, afrontábamos retos mayúsculos: ¿Cuánto tiempo tardaríamos en disponer de vacunas seguras, eficaces y en cantidad suficiente?, ¿cómo hacerlas llegar a todos?, ¿servirían para las nuevas cepas que fueran apareciendo?, ¿qué grupos vacunar antes y qué criterios de preferencia aplicar?, ¿cómo organizar la campaña más masiva de la historia? Era un enorme desafío científico, industrial, logístico, ético, social y político. Eran los tiempos en que uno podía encontrarse en la cola del pan con alguno que, en voz suficiente alta para que todos supiéramos de la determinación de su indómito carácter, repetía aquello de "a mí no me van a inyectar esa mierda". Hoy la mayor parte de ellos está compitiendo en su grupo de whatsapp por ser el primero en su rango de edad en vacunarse.

Y es que nuestros problemas ante la vacunación son ya otros. Nada mejor que ver el Teleberri esta semana para comprobarlo. Comenzaba el lunes cubriendo las segundas vacunaciones de AstraZeneca. Algunos encontraron su fuente de indignación en el hecho de que se les pida la firma de un consentimiento. Entiendo que hay razones a favor y en contra del consentimiento: tiene su sentido pero también sus inconvenientes. Es una opción debatible. No estoy seguro de que sea la mejor, sí de que cualquier otra tendría también sus propios inconvenientes. Pero el hecho de que a uno le consulten formalmente y por escrito ante una elección médica tampoco me resulta, como causa para mostrar indignación ante las cámaras, la más sangrante de las experiencias. Ese mismo Teleberri nos trae el segundo gran conflicto social en relación a la vacunación: ¿qué pasa si la cita me coincide con las vacaciones?, ¿qué prima: la vacunación sobre las vacaciones o las vacaciones sobre la vacunación?, ¿deben las autoridades sanitarias adaptarse a los planes vacacionales de cada cual? Vuelve la normalidad y el debate público es ocupado por problemas a la altura de nuestra grandeza.

Solo faltaba que entrara el fútbol. Y entró. En ausencia de Liga llega otro campeonato de selecciones a reclamar nuestra atención. El mismo campeonato que, por cierto, llevaron los organizadores desde Bilbao a otra ciudad que garantizó menores medidas preventivas. Ahora resulta que la comunidad autónoma donde se van a celebrar esos partidos da el mismo día de la inauguración del campeonato -comparada con la CAV- casi el doble de casos detectados por mil habitantes (con un 30% menos de pruebas), un 50% más de positividad en los últimos días, acumula un 20% más de contagios por 14 días y todo ello con menor porcentaje de vacunación. Deseo que vaya todo bien, pero si no fuera así, alguien desde el mundo del fútbol debería responder. El Ayuntamiento de Bilbao ha conseguido recuperar su dinero y cambiar un campeonato demediado por dos finales en tiempos que, esperemos, serán ya de normalidad: una gran jugada. Pero a lo que iba, ese fútbol nos trae la última polémica: ¿deben los jugadores de la selección española vacunarse -cuando ya lo ha hecho o está haciéndolo el 50% de la población- por delante de los jóvenes de su edad, como los olímpicos o los golfistas? Como motivo para la polémica me parece también bastante mejorable. ¿No podríamos reservar nuestro escándalo para causas algo mayores? Somos, individual y colectivamente, del tamaño de lo que nos indigna. Nos medimos por nuestro escándalo. Mientras tanto, la mayor parte de la población mundial no solo no disfruta de acceso a la vacunación, sino a algo aún más importante y mucho más difícil de solucionar con medidas efectistas o declaraciones altisonantes: un sistema ordinario de protección de la salud en su día a día.

Volvemos a casa tras una gran tormenta. Podríamos habernos hecho más prudentes, más generosos, más pacientes con los demás, más conscientes de la complejidad de las cosas, más sensibles y solidarios, más humildes ante los límites de lo que sabemos, más cuidadosos con nuestras afirmaciones. No estoy seguro de que lo hayamos conseguido.