L Gobierno de España llevaba semanas afirmando que las comunidades autónomas mantendrían, tras el fin del estado de alarma, capacidad para prolongar las medidas excepcionales contra el covid-19 que implican limitación de derechos. Según decían, estas medidas contarían con soporte legal suficiente fundado en las leyes de salud ordinarias ya existentes.

Si quieren que les sea sincero, yo también lo pienso y así lo tengo escrito hace meses en esta columna. Las leyes invocadas son más imprecisas de lo deseable, cierto, pero tienen cuerpo suficiente como para ser aplicadas a los fines que ahora se pretenden. Una pandemia global declarada por la OMS que ha obligado a todos los gobiernos democráticos del mundo a tomar medidas similares es una de esas ocasiones que justifican determinado tipo de limitación de derechos si hay soporte legal para ello y las medidas restrictivas de las que hablamos caben en una interpretación fiel de las normas ordinarias invocadas. Los tribunales de otras comunidades autónomas así lo han entendido sin dramatismos ni sobreactuaciones.

Pero en un estado de derecho quienes finalmente deciden si esa interpretación es correcta no son, afortunadamente, ni el gobierno ni quienes escriben columnas. Quien decide es el tribunal competente en cada caso. En nuestro territorio hacía ya tiempo que dicho tribunal se había decantado por una interpretación formalista que, con desprecio al conocimiento científico y a la argumentación lógica básica, ha confundido la protección de los derechos fundamentales con una lectura simplista y unidimensional de los mismos.

El Tribunal ha vuelto esta semana a reiterar su posición conocida. Así que de nada vale seguir discutiendo el asunto. Si la sociología y la mentalidad que ha dado el triunfo a Ayuso en Madrid son trasladables a Euskadi -y en gran parte lo son, no nos hagamos los estupendos-, podremos decir que estamos de enhorabuena. Nos despojamos de limitaciones y ganamos libertad: la libertad de soñar que basta con cerrar los ojos para no contagiarnos y para no contagiar a otros; que basta con desearlo para que las cosas cambien de color y significado; que basta con creerlo firmemente para que la realidad se trasforme. La libertad de decidir que los derechos tienen lecturas unívocas sin conflictos entre ellos ni con la realidad. La libertad de querer sin límites cosas incompatibles sin pagar un precio por ello.

Un famoso juez dijo que los epidemiólogos no habían aprendido gran cosa desde las pestilencias medievales. Lo cierto es que quien crea que ignorando los datos se termina con el problema va más atrás aún que la Edad Media y vuelve a ese oscuro espacio, tan humano y tan vivo muy dentro de nosotros, que confunde deseos con hechos, que no distingue sueño de realidad, que prefiere culpables que soluciones.

Para hacer frente a la situación nos queda la responsabilidad ciudadana y las instituciones democráticas sólidas. Las instituciones deben seguir haciendo su trabajo de asistencia, vacunación, prevención e información como hasta la fecha y aún mejor. La publicidad del Gobierno vasco llama además a la "autoresponsabilidad". A mí este palabro me gusta bastante poco. No veo que añada nada a la idea clásica y bien asentada de responsabilidad, así a secas, que contiene ya las dos vertientes referenciales necesarias: hacia dentro como responsabilidad personal y hacia fuera como responsabilidad ciudadana.

Llámese como se llame no soy ingenuo: veremos demasiados comportamientos irresponsables y desmoralizantes. Aun así toca resistir. Usted y yo podemos ser, junto a las instituciones sólidas que hacen su trabajo, barrera del virus. Se llama responsabilidad y tiene que ver mucho con la democracia y con la libertad. Y es que sin responsabilidad, eso ya lo sabían los clásicos, no hay libertad posible: ni a la madrileña, ni a la vasca.