Felipe VI anhela una rehabilitación popular para un reinado plagado de denuncias judiciales por corrupciones familiares y, sobre todo, consciente de la puñalada ética de su antecesor. En ese propósito se inserta la insulsa gira autonómica de mano blanca y baja intensidad mientras medita cómo expulsar de casa cuanto antes a su padre por indigno. Una drástica determinación a la que se ve impelido, consciente de la dimensión de unas acusaciones demoledoras que siguen sin ser siquiera matizadas. Precisamente a la condición de reo sin defensa se agarra el PP para ofrecerse al monarca anterior como su escudo político ante el ensordecedor repudio del resto. El agónico agradecimiento al papel del jefe del Estado durante la Transición, al que se ha incorporado Felipe González, ausente por enfermedad en el emotivo reconocimiento a las víctimas de la covid-19 pero diligente para una amplia entrevista en televisión.

En el clan Pujol, el lío familiar también rezuma olor a podrido por la afición al dinero. El juez instructor que vigila este derroche de ingresos tan atípicos incluso va más lejos al advertir de la existencia de una estructura criminal por la operativa mafiosa que desplegaban sus componentes. Nada más jocoso que la consideración de la esposa del muy honorable como madre superiora de la congregación. Las 509 páginas del sumario emanan un demoledor retrato de quienes detentaron todo el poder que quisieron y ahora encaran su última ciaboga vital.

Los catalanes, sin embargo, ya tienen descontado en su orden de valores el impacto doliente de las tramposas finanzas de los Pujol desde la herencia del abuelo. Les preocupa mucho más el aumento descontrolado de la pandemia en medio de un desgobierno desesperante de la Generalitat y de una lucha intestina que no deja de mirar al posicionamiento partidista ante los comicios de otoño. Este martes, en el Senado, el independentista Claries dedicó bastante más de la mitad de su pregunta sobre financiación autonómica a reclamar la libertad de los presos del procés y a denunciar al Estado español por falta de diálogo. La ministra Montero le afeó la triquiñuela desnudando su descarada propaganda electoral.

En la familia de Podemos no reina la paz. Hay motivos suficientes para la desazón. Los mazazos del 12-J han erosionado las estructuras de una coalición que parece haber fiado su suerte a seguir cobijada en el gobierno, aunque bien mirado tampoco es mala renta vitalicia. Los patéticos resultados encajados, sobre todo en Galicia, convierten a los herederos del 15-M en irreconocibles embajadores de la vieja política al considerar sus sonoros batacazos como consecuencia simplemente de una baja implantación territorial y del escaso feeling a las realidades autonómicas. Una justificación propia de Albert Rivera en sus momentos de declive para sacudirse la responsabilidad. Pablo Iglesias fue la excepción, como siempre que se adelanta a anunciar unas medidas regeneradoras que luego jamás llegan. De momento, se ha quedado sin opciones de hilvanar con Arnaldo Otegi esa gradual envolvente al PNV por la que ambos suspiran como asignatura pendiente en su manual. La desunida familia del PP vasco les ha dejado sin excusa para hablar durante cuatro años de una alternativa de izquierdas.