l 8 de noviembre de 2018, el capitán Stacer Hartshorn, del Centro de Emergencia de Incendios de California, recibió una llamada; se trataba de tres mujeres. El fuego había envuelto su casa. Hartshorn sabía que los servicios de primeros auxilios estaban saturados y que nadie podía llegar a ellas, pero insistió que debían intentar salir de la habitación en la que se habían protegido. No había ventanas, y el humo se filtraba por debajo de la puerta. "No podemos...", se oyó al otro lado de la línea. Tras un minuto de silencio, Hartshorn no pudo hacer más que colgar el teléfono y atender la siguiente llamada. Las tres mujeres habían muerto. El fuego avanzó a una velocidad de 12 km/h, algo que nadie había podido prever, matando a 85 personas en la localidad de Paradise, 100 millas al este de Reno. En pocos días aquel incendio destruyó 18.000 estructuras y calcinó 620 km2 de terreno. Es el incendio más caro de la historia, con pérdidas que ascendieron a 16.650 millones de dólares.

Cinco de los diez incendios forestales más devastadores registrados en California ocurrieron en 2020. Sabemos que ello se debe, en buena parte, al cambio climático. El mecanismo es evidente: temperaturas medias progresivamente más altas, primaveras más cortas y temporadas de incendios más dilatadas equivalen a más fuego. Desde principios de la década de 1970, la temperatura media estival ha aumentado 1,4 grados, las temporadas de incendios son 2,5 meses más largas y las áreas quemadas, 6,5 veces mayores. Por cada grado de calentamiento atmosférico se incrementa en un 12% el riesgo de tormenta eléctrica. Como consecuencia de todo esto, en dos décadas los grandes incendios son cuatro veces más frecuentes.

Vivimos una época de récords naturales. Los incendios del año pasado devoraron más de 20.000 km2 de bosque en el oeste de los Estados Unidos, y el promedio de bosque calcinado se ha elevado a 10.000 km2 anuales. De los casi 57.000 incendios forestales de 2020, once fueron catalogados de megaincendios, porque quemaron más de 400 km2 cada uno, 12.000 km2 en total. Pero el vocabulario ha tenido que ser revisado. En agosto de 2020, el cóctel de incendios conocido como August Complex quemó más de un millón de acres, convirtiéndolo en la hoguera más grande de la historia de California y el primer gigaincendio del estado, un nuevo término acuñado para describir los fuegos que afectan a más de 1 millón de acres (4.000 km2).

No es un fenómeno local. En 2003 ardió el 5,6% del área boscosa de Portugal. Los incendios han devastado enormes áreas de los cinco continentes, desde Australia hasta China. Incluso estamos siendo testigos de masivos incendios en la tundra helada en Siberia, donde se han batido récords de superficie quemada ininterrumpidamente desde 2010. En 2007 el incendio de Anaktuvuk consumió durante casi tres meses 1.000 km2 de terreno en el norte de Alaska. Hoy es un fenómeno recurrente: En 2017 y 2019 han ardido los desiertos helados de Groenlandia. Entre el 20 y el 28 de febrero de 2021 se registraron temperaturas inusualmente altas en Eurasia, una ola de calor invernal que elevó el mercurio a más de 20°C en París y Berlín, y a más de 25°C en Beijing.

Pero el cambio climático no es el único problema al que nos enfrentamos. El ser humano ha combatido al fuego desde el inicio de los tiempos, si bien a finales del siglo XIX intensificó enormemente este celo. Convencido en que disponía de los medios y del conocimiento necesarios como para convertirse en el jardinero de la naturaleza, se crearon las primeras unidades de control de incendios y protección de bosques a nivel estatal. Esta política de injerencia se aceleró tras el Big Burn del 20 de agosto de 1910, un incendio que arrasó 12.000 km2 de bosque en 36 horas, un área mayor que Nafarroa y Gipuzkoa juntas. La administración del presidente Taft simplemente declaró la guerra al fuego y durante un siglo la meta ha sido evitar los incendios a todo trance, sin tener en cuenta que son un fenómeno integral del ecosistema.

Paralelamente, se impulsó el crecimiento indiscriminado de áreas boscosas, combinada con la práctica de talar los árboles más viejos. Tal como ha afirmado Paul Hessburg, a consecuencia de esta estrategia, la mayor parte del bosque es hoy joven y denso, por lo que arde más cómodamente. Los bosques serían más resistentes al fuego si se hubieran conservado amplios espacios entre árboles, y prados abiertos que constituyen cortafuegos y sirven de refugio a especies nativas, adaptadas para recuperarse de forma natural después de un incendio de las dimensiones de los de hace cien años. La quema controlada durante los meses más húmedos y fríos habría ayudado a sanear el sotobosque.

Un reciente estudio de la NASA señala que la combinación del cambio climático y casi un siglo de combate y exclusión de los incendios forestales, han hecho que los fuegos sean hoy mucho más extremos en tamaño e intensidad, gravedad, comportamiento y resistencia a la extinción.

Por ejemplo, históricamente los incendios tendían a arder cerca del suelo, eliminando ramas de árboles muertos, y facilitando que numerosas especies vegetales dispersasen sus semillas. Hoy en cambio son cada vez más normales los incendios que calcinan íntegramente árboles y semillas, ya que las llamas son tan intensas que se elevan por encima de los árboles. Incluso generan su propio clima formando nubes de fuego que causan tormentas eléctricas con poca lluvia, pero con un gran potencial eléctrico para generar nuevos incendios. Los incendios forestales tienen hoy una tasa de propagación mucho más alta porque tienen a su disposición combustibles densos de forma ininterrumpida. En consecuencia, la velocidad de avance de las llamas ha aumentado: 10,8 km/h en bosques densos y hasta 22 km/h en pastizales secos. Pero el fuego avanza más rápido cuesta arriba: En diciembre de 2017 se registraron velocidades de avance de hasta un campo de fútbol por segundo en el incendio de Thomas, California.

Tal como han señalado Timothy Ingalsbee y muchos otros autores, los incendios forestales son fenómenos naturales, recurrentes en la historia del planeta, pero el tipo de comportamiento y los tiempos, lugares y condiciones en los que se están produciendo en las últimas dos décadas son muy inusuales. Ahora bien, regenerar los bosques y deshacer un siglo de intervención humana es extremadamente difícil porque no es posible reemplazar lo que ya no tenemos con lo que hemos hecho desaparecer. Es muy posible que el área ocupada por las coníferas en el Oeste de los Estados Unidos se vea reducida a una mínima expresión en cien años.

Zeus castigó a Prometeo por dar el fuego a los seres de un día. Nos ha costado 2.500 años darnos cuenta de que hizo muy bien: hoy Prometeo vería con cierto orgullo que vivimos una época de grandes récords, sobre todo teniendo en cuenta que casi el 80% de los incendios forestales se deben a la acción humana. Pero seguimos mirando sin ver y escuchando sin oír. Todo tiene una temperatura a partir de la cual arde: el punto de destello de la madera es 300°C. Esto no va a cambiar y el comportamiento humano tampoco. Vivimos en el único planeta inflamable del sistema solar, y arderá entero si no lo enfriamos. Aun así, lo provechoso parece insensato cuando uno es cuerdo.