que Hong Kong sea chino no lo pone en duda más que gran parte de los habitantes de la ex colonia británica. Pero que la crisis de Hong Kong no sea exclusivamente china sino también estadounidense, solo sorprende a los observadores superficiales.

Estos se sorprenden de buena fe de que ante los prolongados disturbios de allá, el presidente Trump grite a los cuatro viento que se trata de un problema interno chino y que el máximo líder de Pekín -Xi Jinping- es “? un gran hombre de Estado? que a buen seguro arreglará el problema?”.

Y los dirigentes del Partido Demócrata estadounidense no se sorprenden, pero hacer ver que sí, y que se indignan de que el presidente no se inmiscuya en la crisis y no condene a China y se implique en hallar a una solución al conflicto ajeno y lejano.

Pero los demócratas son hoy por hoy la oposición y consideran que cualquier crisis es buena para desgastar a su rival. Y si la crisis no es americana y su solución se sale de las posibilidades y responsabilidades de la Casa Blanca, no les importa; lo que importa es ganar las próximas presidenciales.

En realidad, China es un mal trago para Trump, con o sin crisis de Hong Kong. Porque el Pekín posestalinista ha hecho surgir una China comercialmente gigantesca que está cambiando las reglas de la economía internacional? y no precisamente a gusto y conveniencia de los EE.UU. En primer lugar, porque convivir con ella es poco rentable para ellos, pero sin ella tampoco pueden vivir a gusto.

El reajuste de las relaciones comerciales lo ha buscado Trump a su manera, basta y brusca. Tan brusca y basta que hace tiempo que se viene hablando de una guerra comercial entre los dos colosos. Pero a la hora de la verdad Trump - y con él, todo el mundo financiero estadounidense- se ha encontrado con que la globalización político-económica del mundo es actualmente tan intrincada que la guerra, aunque sea comercial, es mucho peor que la situación actual.

El súbito aplazamiento (de septiembre a pasadas la próximas Navidades) de la subida de los aranceles estadounidense sobre los bienes de consumo chinos ilustran esta interdependencia maravillosamente. Trump no decidió el aplazamiento a instancia o amenazas de Pekín, sino de los comerciantes estadounidenses. Porque el incremento del gravamen habría perjudicado en China a las respectivas industrias (en su mayoría, dependientes del Estado), pero en los EE.UU. habría causado una elevación de los precios y arruinado el negocio navideño de infinidad de comerciantes, para no hablar de las finanzas domésticas de la masa de consumidores finales.

Evidentemente, los asesores presidenciales pasaron por alto esta interdependencia comercial cuando recomendaron (o toleraron) a Trump una política de reajustes a la brava con China.

Y ahora, confrontado con las -para él inesperadas- quejas de los comerciantes nacionales, Trump está buscándole una salida a aquello de “?ni contigo, ni sin ti?”.