Porque si el actual presidente estadounidense tuviera la clarividencia y el valor que tuvo De Gaulle el siglo pasado para acabar con la sangría que suponían para Francia el terrorismo del FLN, concediéndole el siglo pasado a Argelia la independencia, ya habría firmado la paz con los talibanes afganos.

Evidentemente, ni los problemas ni las circunstancias mundiales son iguales, pero ambas crisis tienen en común que son ruinosas y catastróficas. A Washington, la intervención en el Afganistán les ha costado ya más de un billón de dólares, (más de 880.000 millones de Euros) y cerca de 2.300 muertos en los 18 años de conflicto. Tanto gasto y sacrifico ha sido baldíos. Hoy el Gobierno central afgano apenas controla la mitad del país y el poderío militar talibán es tan grande como en 2001.

En su día, Francia tampoco podía reprimir el independentismo de los argelinos e iba camino de la ruina y del caos político en la metrópoli a causa de ello. De Gaulle, que había alcanzado el poder en un principio para acabar con la rebelión, resolvió el problema con valentía e inteligencia: puesto que no podía ganar la guerra civil, concedió la independencia para obtener la paz.

Hoy en día Donald Trump se ha convencido de que no puede ganar la guerra de Afganistán y anuncia una retirada militar. Pero no reconoce la victoria talibán, sin lo cual estos no se avienen a firmar la paz. Tampoco tiene la valentía del general francés de obrar en consecuencia o, por lo menos, de llamar a las cosas por su nombre. Pretende imponer un tratado de paz a su gusto, siendo el combatiente en peor situación. Y -que es lo peor- pretende una paz exclusiva para sus soldados, dejando en el aire el futuro del Gobierno pro occidental de Kabul y el de los aliados de los EE.UU. (en total, unos 22.000 militares) en la aventura afgana.

Quizá Trump analice la situación afgana con tanta claridad como -en su día- De Gaulle, la argelina. Pero el destino de Trump está tan estrechamente vinculado a su postulado electoral de America first (América, primero) que reconocer la cruda realidad afgana sería -a su criterio- el comienzo de una larga y penosa agonía política. Lo malo para el actual presidente estadounidense es que corre el riesgo de desencadenar esta agonía justamente por negarse a aceptar la realidad. Corre el riesgo de que la opinión pública acabe por percatarse de lo penoso que resulta ver a la primera potencia del mundo proponer un tratado de paz en que reclama de los guerrilleros afganos migajas de poder (como la prohibición de usar el Afganistán como base de operaciones a grupos terroristas cuando Al Qaeda es poco más que un pecio y el Estado Islámico, un rival de los talibanes en el espectro del islamismo radical). Y penoso a todas luces es la insistencia de la Casa Blanca en negociar, a pesar de que los fundamentalistas han dicho ya claramente que primero la retirada de tropas y después, las negociaciones de paz.