Isabel Díaz Ayuso ha ejercido la presidencia de la Comunidad de Madrid -y según sus manifestaciones pretende seguir haciéndolo- como "contrapoder al sanchismo". Su incontestable victoria electoral ha llegado fundamentada en una política de oposición, no en la labor de gobierno, limitada prácticamente a contravenir o disentir de las principales decisiones del presidente del Estado en una réplica madrileñizada de las tensiones que Madrid, entendido Madrid como poder central, ha mantenido, y mantiene irresueltas, con las comunidades históricas.

En las impopulares restricciones que acarrea la pandemia ha hallado Ayuso el terreno abonado para una exigencia práctica de autodeterminación que, sin embargo, la ideología sobre la que sustenta su actividad política rechaza y hasta desprecia aunque venga encorsetada, limitada, por un cerco que se ha venido denominando "actual marco jurídico". Es ciertamente una contradicción que el poder político de Isabel Díaz Ayuso, del PP, en Madrid-comunidad haya crecido exponencialmente a lomos de su enfrentamiento con el poder político de Madrid-Estado que el PP, y dentro de él Ayuso, ha entendido, y desempeñado, con férrea coerción de las reclamaciones de derechos autonómicas.

Pero no, Ayuso -o quienes dirigen sus pasos, quizá Miguel Ángel Rodríguez- no ha inventado un nacionalismo madrileño difícilmente sostenible en el tiempo en contraposición al nacionalismo español centralista que está en la raíz ideológica del Partido Popular. Porque, ella misma lo dijo, "Madrid es España y España es Madrid". Lo que ha desplegado, que no inventado, Ayuso -o quienes dirigen sus pasos, quizá Miguel Ángel Rodríguez- es otra cosa. Algo así como el nacionalayusismo, un cóctel de veneración personalista al liderazgo, que la enorme capacidad mediática afín ha modelado como si de una impresora 3D se tratara, ligada con las dosis necesarias de populismo en una época socialmente crítica y aderezada con la simpleza ideológica que convierte principios universales -la libertad- en términos electorales imposibles de rebatir.

Los errores ajenos, muchos, enormes, antes y durante las elecciones y en casi todas las formaciones políticas, le han facilitado la labor. No es, en todo caso nuevo. Ese cóctel ya originó corrientes ideológicas extremas en la primera mitad del siglo pasado y ahora, aggiornato, ha resucitado a la derecha lindante con la derecha más extrema o a la misma ultraderecha en otros estados de Europa, de modo notorio en aquellos que, como el español, apenas alcanzan el medio siglo de tradición democrática. Otra cosa bien distinta será que ese nacionalayusismo que ha servido al PP de Casado para retener y aumentar el poder en Madrid -comunidad, noEstado- sea útil, eficaz, a la hora de ejercer el gobierno. Los antecedentes, el último aquel con quien de modo fatuo se pretende comparar, Donald Trump, han gozado de estrecho margen temporal en democracias asentadas. La pregunta es si es el caso de Madrid; si Madrid -Estado, no comunidad- será capaz de enfrentar el fenómeno con la simpleza ideológica, pero la más amplia complejidad práctica, de un principio universal: la democracia.