LA estancia es luminosa. También su sonrisa, guardada en la recámara dado lo trascendental de la conversación. Nada hace presagiar, a simple vista, que tenga pensada la fecha de su muerte. “No te puedo decir que vaya a cumplirla porque tampoco cumplí las anteriores. Es curioso. Yo antes decía que suicidarse era de cobardes y hay que ser muy valiente. Yo he tenido la oportunidad y no lo he hecho”, cuenta con naturalidad, como si hablara del tiempo, este vizcaino de mediana edad al que un accidente de tráfico dejó tetrapléjico. “Tenía la vida encarrilada y de repente se fue yendo todo al garete”, dice. Hasta tal punto que despertarse cada mañana no le compensa. “El problema no es la silla, es que se acaba la ilusión de vivir”, confiesa, dispuesto a defender, a capa y espada, su derecho a morir con dignidad.
Los motivos de su desesperanza se los reserva. Lo mismo que cualquier otro detalle que pueda identificarle. Su familia y amigos saben de sus intenciones, pero no quiere que se angustien “pensando: Este cualquier día nos la prepara”. Entiende su dolor y que “tiene que ser muy duro”, pero reivindica el poder decidir sobre su vida. Al fin y al cabo es él el que “por cada dos días buenos tiene cuatro malos”, pesados como losas. Al fin y al cabo es él el que se siente vacío, fuera de lugar. “Yo no me puedo quedar para hacer feliz al resto y no serlo yo. En su día les dije que era lo que quería y que algún día, cuando tenga el valor, lo haré”, anuncia.
Convencido de que “la vida no es una obligación”, pregunta “quién eres tú para obligarme” y defiende la eutanasia y el suicidio asistido. Dos alternativas que, lejos del desasosiego que provocan en algunos, a él le transmiten paz. “La eutanasia no es matar a nadie, porque eres tú el que lo decides. No es querer morirse, sino liberarse, dejar de sufrir”, matiza. De hecho, él imagina su marcha sin retorno con total serenidad. “Muchas veces me pongo a pensar y digo: Yo seré feliz el día que me muera, no por la gente que me quiere, porque sé que va a sufrir, pero sí por mí. Estoy seguro”. Las risas que se echa cuando queda con los amigos para tomar algo no son suficientes para prender otra vez su chispa. “No siento ilusión por casi nada. Puedo salir y pasarlo genial, pero eso no me llena. Llevo mucho tiempo pensándolo y cada día va a más. Llegará el día y tendrá que aceptarlo todo el mundo”, avisa.
Ciertamente lo tiene todo muy devanado. Nada es reflexión de un día. Piensa lo mismo en él, inmóvil pero sano, como en “una persona que no aguanta los dolores, para la que el día a día es una agonía”, y reclama respeto para no tener que marcharse por la puerta de atrás. “Yo me quiero morir y no es digno hacerlo tirándome de un puente o a las vías del tren. Aparte de que es bastante dramático, causas un shock a otra persona y eso no es lícito. En cambio, de esta forma dices: Hasta aquí. Me tomo lo que sea y listo. Te vas dignamente sin acabar esparcido en mitad de la calle ni haciendo un drama. Con algo tan sencillo como cerrar los ojos y se acabó”.
En torno a este debate, en el que “la religión tiene mucho que ver”, hay mucha “hipocresía”, denuncia. No en vano, argumenta, personas contrarias a la eutanasia llegan a manifestar cierto alivio cuando un allegado que está padeciendo mucho fallece. “Ya ha dejado de sufrir, dicen. Y si deseaban que no sufriera, ¿por qué no le han dejado morir cuando él quisiera? No esperes hasta ese punto para decir: Para estar así, mejor que se muera. Ya, pero si es que no me das la opción”, lamenta.
Los cuidados paliativos, aunque valora su función, no son a su juicio suficientes. “Que una persona tenga unos cuidados paliativos durante el último mes y la seden y haya estado sufriendo años me parece como poner un parche. Si sabe que se va a morir, no le quitan los dolores y quiere descansar ya, ¿por qué no tiene derecho?”, se pregunta una y otra vez y exige respeto para el que quiere morir lo mismo que él respeta “a quien quiere seguir vivo luchando o sufriendo”. También censura la doble moral de quienes no reconocen el derecho a la muerte digna de una persona, pero “lanzan un misil para cepillarse a medio país o miran para otro lado mientras la gente se está muriendo de hambre”.
“Que nadie se coma el marrón” Tras el accidente, pese a sus limitaciones, fue durante un tiempo “muy feliz”, pero “llegó un momento en que ya no” por un “cúmulo de circunstancias” y comenzó a plantearse la posibilidad de tomar un atajo para acortar su calvario. Tras informarse de en qué países era legal la eutanasia y de los trámites necesarios, terminó por descartar esta opción ante su elevado coste y la posibilidad de que su caso no fuera considerado apto. “Entonces empecé a buscar formas para irme yo libremente, tomando algo sin que nadie se comiera el marrón, porque necesito que me echen una mano, pero está penalizado”, recuerda.
El medicamento está al alcance de cualquiera en internet. La mano que se lo serviría en bandeja no tiene dueño. “Le diría que me lo dejara preparado y lo tomaría otro día para no vincular a nadie. Hay que estudiarlo todo muy bien, buscar la forma, el sitio y el día que quieres hacerlo, repasarlo todo y tirar para adelante”, explica. Oído de su boca, contado con semejante calma, se antoja la explicación de cualquier plan de fin de semana, pero requiere mucho valor llevarlo a la práctica. “No he llegado a decir: Lo hago, aparte de por el miedo, porque tenía que pedir ayuda. Pero sí lo he tenido varias veces en la mano, lo he pensado y lo he dejado”, admite.
Lo triste, si finalmente llega a dar el paso, es que no podrá morir rodeado de sus familiares y amigos, sino en la más estricta soledad. “Parece que estás haciendo algo ilegal. No te queda buen sabor de boca”, lamenta. Lo reconfortante, al menos para él, es que tiene la posibilidad de marcharse si llegara el caso. “Es la tranquilidad de decir: Está ahí. Que mañana me levanto y digo: Mira, ya se acabó, ya sí que sí, y me veo con fuerzas, es cogerlo y listo. No es más”, comenta sin un ápice de dramatismo. Incluso se siente afortunado porque “hay gente que igual tiene una enfermedad que al final no se reconoce ni a sí misma y no puede llegar a hacerlo”. Por eso reclama la despenalización de la eutanasia, para que “uno, estando mentalmente bien, tenga la oportunidad de decir: Cuando esté así, inyectarme y dejarme ir, porque realmente ya me he ido”.
En su documento de voluntades anticipadas ha pedido que no le reanimen ni prolonguen artificialmente sus días. “Está escrito que no luchen por mi vida, que si tengo la oportunidad de irme, me dejen ir. Puede que mañana mismo me dé un ataque al corazón. Que me dejen, que no quiero estar”, subraya.
Quizás alguien le pregunte hoy cómo está. Probablemente dirá que muy bien. “Es más fácil decir eso que no: Mira, chico, hoy tengo un día de mierda y al día siguiente igual y al siguiente igual. No estoy enfermo, puedo vivir... Para los que me quieren no es de recibo, pero estar sano no lo es todo en la vida”, sostiene.
Se presupone que familiares y amigos han intentado una y mil veces hacerle cambiar de opinión. “Sí, todo el mundo”, confirma y despliega por fin su sonrisa. “Está claro que no les gusta escuchar eso. Te dicen: Lucha, intenta salir adelante, busca algo para hacer... Pero yo soy un poco cabezota y tengo muy claras las cosas. Si es algo que quiero hacer, lo hago. Luego, si me confundo, pido perdón, aunque en esto no podría volver para atrás”, asume. “Tendrás que madurarlo bien”, se le escapa a una instintivamente. “¿Ya me quieres convencer tú también y te conozco de hace una hora?”. Debe estar acostumbrado porque se ríe. “La vida es bonita para el que la quiera vivir. Lo que pasa es que para mí, hoy por hoy, no lo es”.