YASINE Kanjaa abrazó el extremismo islamista con idéntico fervor con el que antes abrazó otras adicciones. Dicen quienes convivieron con él –marroquíes, como él, musulmanes, como él, en situación irregular, como él– que tenía visiones del diablo, que se había vuelto agresivo y que les amenazaba; que no estaba bien de la cabeza y que en un par de meses pasó de beber a asesinar en Algeciras a un sacristán y herir a un sacerdote amparándose en el mandato de Alá.

Lo que describen del asesino le asocia a una sociopatía y quizá a una enfermedad mental. Un comportamiento que derivó en agresión fanatizada contra símbolos religiosos de la sociedad que siempre sintió ajena. Pero nadie puede decir que, de haberse quedado en su entorno social y religioso, su perfil antisocial no habría dado lugar a un episodio similar dirigido contra el lechero, la vecina o el imán que, seguramente, le habría afeado sus hábitos contrarios al islam. Yasine Kanjaa bien podría ser un enfermo antes que un fanático. Por eso es tan excesivo que el dolor y la injusticia que provocó con su machete lo aprovechen otros para alimentar otros fanatismos. Con mensajes, como los de Santiago Abascal, que se preguntan cuántos igual que Yasine –musulmanes y en situación irregular– pululan por tierras cristianas y son un peligro para los castellanos viejos. O compartiendo su ignorancia ideologizada, como Núñez Feijóo, que afirma que los cristianos no agreden a personas de otras confesiones. ¿A las mujeres agredidas desde los ideales del machismo les habría ido mejor si hubieran dejado de ser cristianas o, peor, si lo fueran con mayor convicción? Para construir un fanático hace falta un ignorante aderezado con miedo. Luego se puede añadir psicopatía antisocial, pero no es imprescindible. No hace falta estar enfermo para ser un intolerante ni todos los enfermos mentales acaban siendo asesinos. Pero todos los intolerantes alimentan a sus propios fanáticos para medrar. Eso lo saben Dios, Alá, Jehová, Buda...