CLARIFICADORA experiencia la de la elección del presidente de la Cámara de Representantes en Estados Unidos. Al elegido le han hecho falta quince votaciones y cuatro días de sudores para conseguir lo que la mayoría de congresistas de su partido –el Republicano– le podría haber dado a la primera. ¿Independientes en sus voluntades frente al rodillo de la disciplina de partido? Nada más lejos. Solo una obediencia alternativa en favor de la corriente ultrapopulista aglutinada en torno a Donald Trump en el autodenominado “caucus de la libertad”. Cuanto más exclusivos son los intereses que aglutinan, más altruistas suenan los nombres que se ponen. 

Lo ocurrido en la política estadounidense no difiere de lo que ocurre en la europea ni es exclusivo de la ultraderecha, aunque esta lo haga con el descaro de quien se siente tocado por la misión divina de conducir al rebaño en su propio beneficio. Las minorías populistas han logrado hacer de la diversidad sociopolítica su corral. Se mueven en ella con la agilidad que no tienen esos grandes partidos que antaño asumían que la moderación y la centralidad eran la virtud y el equilibrio en democracia –lo mismo desde el centroizquierda que desde el centroderecha– y tiran de sus riendas hacia sus postulados más extremos a cambio de unas mayorías absolutas que anhelan y necesitan en la polarización. Los ultras republicanos no difieren de la ultraderecha europea –¡ojo!, y tampoco de la ultraizquierda– en la estrategia de vender su apoyo a las fuerzas más moderadas al precio de empujarlos a apoyar, o al menos otorgar con su silencio, el desplazamiento del eje del debate político hacia sus postulados más extremos, populistas y dogmáticos, facilitando que emblemas socialmente minoritarios e, incluso, democráticamente cuestionables ganen el centro de los debates y se consoliden en el imaginario colectivo y la agenda política.