No recuerdo otro momento en que la confrontación ideológica fuera tan explícitamente centrada en la fiscalidad, con dos escuelas directamente enfrentadas: la progre de elevar los impuestos a los ricos y la retro de aligerar su responsabilidad, como si no hubiera más escenario.

El progreso y el progresismo en el discurso político no siempre van de la mano. Consideramos progresistas los postulados habitualmente asociados a la izquierda y, entre estos, en materia fiscal y pública priman el incremento de la recaudación y la hipermusculación del servicio público. El reparto de la riqueza es el emblema y casi nunca se acompaña de un programa de creación de esa riqueza. El riesgo de dejarse llevar por la tentación de administrar la riqueza como si se creara por generación espontánea ha llevado a muchos colapsos.

En el otro extremo, hay postulados fiscales y de gestión pública que tradicionalmente asociamos a conceptos conservadores del capitalismo más clásico. Curiosamente, estos conservadores son muy poco conservacionistas de los estándares de bienestar y equilibrio social, y se han especializado en relatos sobre la libertad de elegir y consumir, como si esta capacidad también se creara por generación espontánea.

La consecuencia de ambos esquemas en materia fiscal se reduce al absurdo: recaudemos más y repartamos sin garantizar la reposición de la riqueza con nuevos procesos económicos estructurales que la generen o, por el contrario, dejemos de recaudar según un criterio de progresividad sin garantizar la sostenibilidad de los estándares de bienestar y protección pública que han marcado la característica fundamental del éxito social de Europa. Por maniqueos, por ideologizados más allá de la evidencia y por su incapacidad para resolver toda la ecuación del desarrollo sostenible, ambos modelos puros son bastante retrógrados.