Traducción tramposa - El castellano es lo que nos hace castellanoparlantes. Fíjense qué sentencia más escandalosa acabo de dejar por escrito. ¿Que no ven motivo de polémica? Natural, es que no lo hay, salvo que venga el clásico tiquismiquis a porfiar que no se dice castellano sino español. Del mismo modo, tampoco debería haber supuesto ningún incendio que el presidente del Gipuzko Buru Batzar del PNV, Joseba Egibar, dijera el otro día que el euskera es lo que nos hace vascoparlantes. “Euskara da euskaldun egiten gaituena”, parafraseó el burukide una célebre canción de Oskorri. La traducción más aproximada, que es la que les he anotado arriba, no daría para medio titular. Pero la cosa cambia si aparecen en escena la ignorancia o la mala intención (elijan ustedes; pueden ser las dos cosas a la vez) de un reportero que decide entrecomillar en letras gordas tras el nombre de Egibar, tratado ya como sospechoso habitual, lo que sigue: “El euskera es lo que nos hace vascos”. Ahí, evidentemente, se monta un pifostio de campeonato.

Una presa golosa - De hecho, sigue montado, y mi pesimista previsión es que la jauría habitual tardará mucho en soltar la suculenta presa. De nada servirá dejarse la garganta y los dedos para explicar que, como te aclaran prácticamente el primer día de euskaltegi, la palabra euskaldun no puede traducirse miméticamente como vasco, y que -acá les va otra obviedad- hay vascos que no son euskaldunes y euskaldunes que no son vascos. Nos conocemos lo suficiente para saber que la verdad y lo razonable quedan fuera de juego. Lo de menos es lo que dijera Egibar. Los pescadores de río revuelto se quedan con la trola que les sirve para vender su moto favorita, la de los perversos xenófobos que consideran ciudadanos de cuarta a quienes no hablan lo que en sus adornos llaman “la lengua de Aitor”.

Otra realidad - Lo abracadabrante es que han invertido la carga del delirio que dicen denunciar. No se dan cuenta que son ellos los que deliran. Y también los que mienten, como si se les hubiera parado el calendario hace cuarenta años, cuando sí se daban ciertos tics esencialistas. No les niego, incluso, que hoy perviva algún grupúsculo que mira con desprecio a los que hablan “en erdera”. Pero son una minoría ínfima. Una de las mejores cosas que nos ha pasado en los últimos tiempos es que la abrumadora mayoría de personas que viven en este pueblo tienen claro que la identidad no tiene que ver ni con la lengua, ni con los apellidos, ni con el lugar de nacimiento o de procedencia sino con el sentimiento. A nadie se le niega. A nadie se le obliga.