S curioso lo de las vidas paralelas. Después de dar nombre a una ley de educación entre mala y peor, José Ignacio Wert pasó de exministro a embajador de España ante la OCDE. Fue el azucarillo que le dio Mariano Rajoy por haber ejercido de saco de las tortas de su gobierno. Como si fuera un calco, también tras prestar su nombre a otra ley de educación que cada vez vamos descubriendo más endeble, Isabel Celaá Diéguez pasará de exministra a embajadora. En el Vaticano, ahí es nada. Esta vez el concededor de la gracia ha sido Pedro Sánchez, que se la cargó de no muy buenas maneras y, desde luego, sin explicación, en su remodelación de gabinete de hace unos cuantos meses.

Al primer bote, comprobamos que en materia de premios de consolación, los usos y costumbres no son muy diferentes entre las distintas siglas. Luego está el mensaje que se lanza sobre la poca importancia que se otorga a las embajadas, si resulta que se usan como una suerte de palmadita en la espalda. Eso, cuando en el caso que nos ocupa, la delegación en la llamada Santa Sede tiene un buen puñadito de cuestiones candentes que arreglar desde tiempo inmemorial. Ahí está, por ejemplo, la reforma del Concordato (o por qué no, su anulación), eterna reivindicación del PSOE cuando ha sido oposición y eterno incumplimiento cuando ha estado, como ocurre ahora, en el gobierno. ¿Será Celaá la que abra ese melón? Permítanme que lo dude, del mismo modo que no albergo grandes esperanzas de que la injubilable bilbaína consiga que la Iglesia española pague el IBI o devuelva los miles de locales y propiedades que ha venido inmatriculando por sus santas narices.