E los deseos a la realidad hay un buen trecho. A mí también me gustaría, como a todos, meter en cintura a las todopoderosas y abusonas compañías eléctricas. La cuestión es cómo y con qué consecuencias. Cuando el atribulado Gobierno español puesto entre la espada y la pared anunció su intención de dar un bocado a los beneficios de los emporios que nos suministran la luz, no me fue difícil imaginar el siguiente capítulo. Y creo que a nadie, porque es lo que vienen haciendo los proveedores de servicios básicos cada vez que se encuentran con una disminución de las ganancias. Simplemente, trasladan el mordisco a los consumidores. En un mercado medianamente libre, los sufridos paganos buscarían una oferta mejor. En este caso no hay tutía. Da lo mismo a quién le paguemos el recibo. Nos la clavan igual porque estamos cautivos.

Con todo, esta vez los taimados semimonopolios han hilado más fino. En lugar de endiñar el zurriagazo a los particulares que ya van ahogados de sobra, lo han hecho sobre las empresas. El hostión ha sido tan espectacular, que algunas de las firmas industriales más potentes han tenido que parar la producción. Imaginen cómo lo estarán pasando las más pequeñas. La moraleja, por más que nos pese, es que lo del cacareado hachazo no fue tan buena idea. Al final, el remedio es peor que la enfermedad y en el cómputo global salimos palmando mucho más. Bueno, no todos. Hay quien gana porque nunca pierde. ¿Las eléctricas? Ellas, claro, y a su lado, los demagogos que piarán a dos carrillos contra el tarifazo y contra la pérdida de empleo de las empresas que no pueden pagar la factura.