DE los 18 años a los 28 años, Urdaibai se convirtió en su campamento base, su lugar de veraneo, de trabajo y su zona cero. Con apenas 21 fue elegida jefa de socorristas (allá por el año 2000), rompiendo barreras e imponiéndose sobre un buen puñado de socorristas varones porque el trabajo bien hecho no tiene género. La de Nuria Mugarra es una historia de empoderamiento cuando la palabra prácticamente ni se había acuñado. “Fui la primera mujer jefa de playas de toda Euskadi. Pero ten en cuenta que entonces chicas éramos pocas. La mayoría eran hombres y mayores que yo, y tenía que estar detrás, con el palo de la escoba o la zapatilla, como las amatxus, para que hicieran bien su trabajo”. La faena no era moco de pavo. Tenía a su cargo las playas de Laga, Laida, Mundaka, Toña, San Antonio, en una época también Bermeo y Ogeia, varios socorristas en cada una, y casi todos varones. “Muchos de ellos hacían el verano para sacar puntos y optar luego a ser municipales, ertzainas, bomberos, y bastantes cuestionaban mi autoridad. Así que tenía que imponerme, y plantarme; oye que aquí venimos a trabajar, no venís a ligar. Porque muchos venían a eso y a sacarse cuatro duros”.
El percal era variopinto. “Recuerdo algunos tíos de la zona de Basauri que eran unos jetas e iban allí para pillar, así de claro. Porque además muchas veces nos solíamos quedar a dormir porque las comunicaciones no eran buenas. En Laga estaban los típicos surferos que iban de guays, en Laida había más de todo, ¡ah! y en Mundaka predominaban los chufleros”, recuerda divertida.
Y es que el transporte era punto y aparte. Esta vecina de Bilbao se buscaba cada día la vida para ejercer de de vigía en Laida. “A veces cogíamos el tren, nos bajamos en Gernika y ¡hala! a hacer dedo para ir hasta Laida o Laga y como había gente que iba casi a diario, o jubilados o el panadero, o vecinos de Ibarrangelu... pues ya nos acercaban”. Otras veces pasaba el canal en el barquito. Y otras muchas lo cruzaba a nado, vigilando las mareas y metiendo todas sus pertenencias en bolsas de plástico y con las chanclas a modo de aletas. Luego, la vida tomó otros derroteros y tuvo que dejarlo. “Daba cursos de primeros auxilios, trabajaba en la escuela pública. Además surgió algún problema de salud y era demasiado”, subraya esta andereño.
La experiencia fue brutal y las batallitas se acumulan. También las emocionales. De hecho, las cenizas de su aita están en la desembocadura de la ría, en Laida. “Tengo recuerdos maravillosos. Y eso que me llevé muchos disgustos gordos porque algún muerto (literal) hemos tenido. Aunque también hubo infinidad de alegrías, conoces a muchas personas y aprendes a convivir porque aquello era bastante salvaje. Ocho personas en una rulotte enana, casi todos hombres, no te digo más”, bromea.
Desde entonces, Mugarra prácticamente no va a la playa “porque cuando voy estoy controlándolo todo por deformación profesional. Fiscalizo las balizas, las corrientes, si el puesto de socorro está limpio... Y como el monte me ha gustado siempre, pues ahora me pego un chapuzón en Hondarribi y venga, para Pirineos”, dice, a punto de hacer las maletas.