EN el caserón de arrieros de Cotaxtla, al sur de la Nueva España, donde se adivina el Yucatán, un viejo cuerpo agonizaba sobre la cama iluminada por lamparillas de aceite. Las fiebres tercianas agitaban aquel pecho y cubrían su rostro con un sudor espeso y frío. Brillaba la frente arrugada como si la bañara un barniz de cera fundida. Gemía. Silbaban los bronquios. En un rincón, destellaba la cazoleta de una espada que soñaba en su vaina. El sol se acercaba remolón y lejano desde el otro lado del horizonte.
El final de la noche aún sofocaba la región de Veracruz. Y la docena de mulas se agitaba en el redil, como si advirtiera la cercanía de la muerte. Los zopilotes graznaban esperanzados desde su refugio en la oscuridad.
Mayita El fraile somnoliento entró en la habitación. Olía a cuero rancio, cecina de res y vino bautizado. Entonaba las frases con la musicalidad interrogante de los nacidos en el señorío del Viejo Reyno. Resultaba difícil acotarle la edad e imposible saciarle el apetito, lo mismo que a todos los de su oficio. La mestiza a la que llamaban Mayita, poco más que una niña, saludó al religioso. Ella se ocupaba de aliviar, con agua limpia, algodón y ternura, aquél tránsito a la muerte. Las partes que obligaba el decoro se las reservaba el religioso. Mayita se ajustó el tocado de colores, se alisó la larga saya bordada y relató la noche.
“Mientras conservó un hálito ha desvariado sin cesar. Me habló de un asalto de piratas calvinistas al bajel en que viajaba en el mar de los Caribes. Contó cómo los rechazaron con mosquetes y espingardas. Y luego con los bicheros y a cuchillo. Según imaginó, resistieron en el castillo de popa en torno a una culebrina y fueron ganando cubierta cuerpo a cuerpo. Después pasaron a la nave de los herejes y degollaron a los que se rindieron. Saquearon la bodega y dieron fuego al resto. Compró una yegua, armas y ropajes con el botín y se encaminó a Lima”.
“Habló de un viaje a la corte, donde platicó con Nuestro señor Felipe el Cuarto, a quien Dios Guarde Muchos Años. Y, después a Roma, a ver al Santo Padre Urbano el octavo. Y una singladura desde un lugar que dicen Sanlúcar, siendo grumete, años ha, a través del mar ancho para llegarse hasta nuestras Américas. Me detalló la guerra cruel contra los sanguinarios Mapuches, en el Sur frío y profundo; donde las praderas se pueblan de extraños caballos velludos que dicen guanacos. Y eso se le junta con caminatas por el Cusco. Cree que sigue allí y no aquí, en la Nueva España. Me...”.
El ser que agonizaba se incorporó lentamente con los ojos muy abiertos, los cabellos blancos cortos y revueltos. Aferró a Mayita por una muñeca y encadenó un monólogo envuelto en silbidos de acordeón mojado.
“Escucha, Mayita: me jugaba a los naipes mi soldada en una taberna del sitio de Perú que llaman San Pedro Huahuatl. En eso entró un tudesco grande, con capa zamorana y sombrero de ala recogida. Un tudesco con cicatrices en la cara y los brazos y una marca fea al cuello, como si le hubieran dado garrote mal. Conocía bien al hideputa. Ya había perdido a los naipes los sueldos que le debía. ¡Enano narigudo! ¡Petiso con cara de judío!. Con esos gritos se me fue encima. Destrozaba las erres y le gustaba usar la jerga de Nápoles, para que todo el mundo supiera que era germano y que había completado el campamento de los Tercios en Italia. Se me vino con el espadón pingado, Mayita, bramando: ¡Paga o muere! Yo no guardaba doblones, ni deseos de saldar las cuentas con mi sangre. Sería con la suya. Sujetose la capa con la izquierda por delante de su corpachón y espada para cubrir sus movimientos y estocadas. Vi que llevaba coleto bueno”.
Suspiró largo antes de continuar.
“Monté guardia de destreza clásica: mi pequeña espada por delante, perfilado el cuerpo y la mano izquierda a la espalda. Me quité tajos y estocadas con baile de pies, Mayita, mientras que yo le tiraba los míos solo por distraer. Mi espada era un mosquito en su coleto. Los parroquianos se pegaron a las paredes de la taberna; todos menos el esclavo negro que servía las botas de vino; había visto mil pendencias y conocía que poner la espalda contra firme, habiendo aceros de por medio, era la manera de quedar ensartado como polilla en tablero de alquimista. Abundaban las estocadas perdidas”.
El fin de la pendencia “Por fin, se tiró a fondo el tudesco; se abalanzó detrás de la capa con todo y el espadón en punta. Entonces fue que saqué mi izquierda de la espalda, con la vizcaína bien sujeta, di un paso lateral, y se la hundí en el sobaco, Mayita, donde el coleto no alcanza; dos palmos o más, hasta los gavilanes. Así partí la entraña a aquel desertor malnacido que juraba haber guerreado en toda Europa. Antes de que se fuera con el diablo, le susurré al oído: sabed que os mata una mujer. Y di puerta y leguas de por medio”.
Mayita abrió la boca con asombro. El cuerpo anciano y enfermo soltó su muñeca, sonó a fuelle por última vez y se desplomó suavemente sobre el lecho. Una sonrisa le alegraba el rostro.
“Fue marinero, soldado, prófugo, reo, ladrón, asesino. Fue pendenciero, valiente y traidor. Corrió los Andes, el Cusco, la pampa, los llanos, el desierto de sal, la tierra del hielo y el fuego y la selva de las Amazonas. Muere lejos de donde vino al mundo. Vivió tan libre que fue muchos hombres. Se hizo llamar Diego, Iñigo, Lope, Guzmán y quién sabe qué apodos y motes de tropero. Pero antes que nada, fue mujer. Y novicia en un convento de Guipúzcoa. La bautizaron como Catalina Erauso y Pérez Galarraga”, reveló el religioso a Mayita.
En Cotaxtla las mulas del redil se acostaron y los zopilotes callaron. El fraile se sacó el rosario de madera del cuello y lo tomó con una mano. Extrajo los santos óleos de la mesita y los aplicó sobre el cuerpo pronunciando una letanía que se prolongaría horas.
Mayita empezó a soñar.