Jaira es también, según la Academia Canaria de la Lengua, la cabra autóctona, que no se deja llevar, que va a su aire. Y es lo que haremos nosotros: visitar la isla a nuestro aire, recorriendo rincones menos conocidos y otros que forman parte de la memoria colectiva.

Y así es como subimos hasta El Garañón, el lugar perfecto para pasar un fin de semana. El Garañón cuenta con un campamento donde se puede pasar desde un fin de semana hasta todo el tiempo que se quiera, siempre disfrutando de un entorno montañoso único. Tienen cabañas, instalaciones deportivas y hasta piscina. Pero lo mejor es salir a la aventura por las cresterías del Roque Nublo y del Bentayga, caminando, en bicicleta o como a uno le apetezca. A este explorador de montaña amateur le gusta hacer mañaneras para luego regresar al refugio a disfrutar de la sombra del gran pinar y aprovechar para reponer fuerzas. Y así, todo un fin de semana.

Hay cientos de recorridos marcados con diferentes niveles de dificultad. Es quizás la mejor manera de conocer la montaña Gran Canaria, moles de piedra rodeadas de un entorno entre verde y marrón claro. Y ya por la noche se puede disfrutar del mar de estrellas que ilumina el campamento.

En la capital isleña, el alisio y la panza de burro marcan el camino por la playa de Las Canteras. Playa urbana, siempre llena de actividad. Frente a la playa se ve una fina línea de roca negra: es la barra, una zona protegida donde la fauna marina se desarrolla en plenitud y para verla y disfrutarla solo se necesitan unas gafas de bucear y una buena guía que te lleve hasta los mejores puntos para gozar de la salvaje naturaleza marina.

Maite Asensio, navarra de Mendavia, licenciada en Ciencias del mar, es una de las personas que mejor conocen este pequeño paraíso marino. La barra tiene algo único: la zona de buceo está dentro de una playa urbana, enfrente queda Playa Chica, y en la marea baja uno puede incorporase y ponerse de pie en la zona de buceo, pasando de ver multitud de peces a observar la línea urbana de la ciudad a escasos metros. Y este paseo submarino también es posible hacerlo de noche. Todo cerca y diferente. Después de bucear, de día o de noche, uno se ducha en la propia playa y ya limpio de salitre puede acercarse hasta el bar Casa Carmelo, un bar de los de siempre, donde aún sirven un pescado muy poco conocido para este viajero gastronómico, la morena.

Nombres propios

De nuevo nos vamos hacia la montaña. Tejeda, además de un pueblo considerado oficialmente bonito es realmente precioso. Su paseo mirador junto a blancas fachadas es de obligada visita, y también lo son sus palmeras de chocolate o su más que moderno helado La Lexe, del inclasificable Borja Marrero. Borja, oriundo del lugar, ha removido los cimientos de Tejeda tanto con sus helados como con su restaurante Texeda. Un proyecto donde el concepto de kilómetro 0 es el salvoconducto. Borja trabaja codo con codo con los productores locales, sean de almendra, de leche de cabra o de cochino negro canario. Tejeda tiene en el Texeda su nuevo icono con el que apuntar a un futuro que ya ha llegado.

Vuelta a bajar, dejando a un lado el cruce de la Cumbre y sin poder divisar el Pico de Las Nieves. Como nos comentaba Fer, un ilustre grancanario que ama a su tierra como nadie, la isla se conforma alrededor de sus barrancos, que nacen del mismo centro y van cayendo hacia el mar. Siempre hay barrancos y cañones que hacen que las carreteras sean preciosas en sus trazados, aunque complicadas para conducir.

Y llegados al borde del mar, soplando el viento llegamos hasta Playa del Águila, donde el multicampeón mundial de windsurf Björn Dunkerbeck tiene una escuela donde enseña todos los secretos de este deporte. Dunkerbeck ha sido 42 veces campeón del mundo en esto del windsurf, pero sigue siendo una persona accesible que enseña a los principiantes con una paciencia infinita. Se adentra en el mar grancanario con los aprendices de su escuela siempre como si fuera la primera vez, mientras piensa y calcula cuándo podrá alcanzar el récord del mundo de velocidad en windsurf, navegando en las aguas de un inhóspito canal en la costa de los esqueletos en Namibia, a más de cien kilómetros por hora. Por ahora solo ha logrado navegar a 93 kilómetros hora. Todo son sorpresas que nos va desvelando esta isla continente en miniatura: un suizo de origen danés, enseñando a niñas y niños los secretos del windsurf mientras se prepara para superar ese hito de la navegación a vela.

Uno no está ni para el canal de Namibia ni para una clase de windsurf, sino que prefiere disfrutar del horizonte marino desde tierra. Y como todo está relativamente cerca, nos movemos otra vez al interior, hasta Moya. De Moya era Tomás Morales, un gran escritor del movimiento modernista español. La poesía de Morales está inserta en el alma de su Gran Canaria y tiene su rincón en Moya.

La sala donde está su máquina de escribir o el precioso patio interior donde seguro que pasaba los días creando, guardan la memoria del gran escritor canario. A Morales le marcó profundamente el poeta nicaragüense Rubén Darío.

Este viajero ha tenido la suerte de conocer la réplica de la casa de Rubén y en nada se parecen ambas. Señorial, y con pose colonial la de Morales, paredes de barro y tierra pintada de blanco la segunda, pero a ambos les unió el arte de la palabra, y quizás se cortaban el pelo en una barbería del estilo de la que regenta Saúl Climent en la propia Moya.

Hoy contamos en esta isla con grandes mujeres artistas que crean y difunden su arte y su cultura desde Gran Canaria. En la propia capital está el atelier de Aurelia Gil, creadora de personales vestidos de novia y de vistosos trajes de baño. Tejidos naturales, bordados y técnicas tradicionales hacen del atelier de Aurelia un icono de esa Gran Canaria que sin olvidar la tradición prepara el futuro.

Y de otra forma, también la jovencísima timplista Laura Martel nos trae la música de su Valsequillo natal por todos los confines de la isla. Seguro que en Moya también disfrutan de su arte.

Y sin alejarnos de Moya vamos a pasear por el paseo de los Tilos, los últimos tilos que quedan en la isla. Un poco de movimiento viene bien antes de dar cuenta de unas lapas a la brasa en La Marisma, una casa de comidas que siempre está llena de canarios que disfrutan de su recetario, realmente apegado a la tradición, de la mano de su chef Antonio Fernández Capitán. El gofio escaldao y las papas arrugadas con mojo verde o picón nunca deben faltar. Morales seguro que disfrutaba del gofio y Rubén seguro que también disfrutaba del maíz preparado de otra manera.

Un poco de viento

Otro día llega en la capital, Las Palmas, y el viento sigue soplando en la playa de Las Canteras, un viento fuerte que hace dudar a Fabián y a Augusto sobre dónde se hará el despegue del parapente para disfrutar de otra experiencia inolvidable en la ínsula canaria. Al final se deciden por la zona de Los Giles. Es una zona inhóspita que está a nada del centro; eso sí, la subida a la pequeña montaña se hace por caminos de tierra y arena una vez cruzada la pequeña población de Los Giles. Estamos en un descampado que cae abruptamente sobre el mar, donde un césped de hierba artificial marca la pista de despegue. Este impertérrito nómada nunca había subido a un parapente. Aterrizajes desapacibles, broncos y violentos sí los ha sufrido, pero esto tenía pinta de ser algo más.

Los expertos, organizados dentro de la Federación Canaria de Deportes Aéreos, intentaban tranquilizar al respetable. Ellos se dedican a esto del parapente por afición, uno es ingeniero industrial (Augusto), y el otro profesor de ingeniería en la Universidad (Fabián). Al menos su curriculum ayudaba a uno a tranquilizarse: calcularán estupendamente bien la velocidad del viento, suspensiones en el aire, térmicas, etc, etc. El momento del despegue estaba ya listo y fue cuando Augusto le dijo a este incauto: "Tu tranquilo, pero va a ser un poco brusco".

Imprimí en mi cerebro las instrucciones básicas de "sigue corriendo aunque no sientas el suelo" tras los bandazos en el despegue, cuando uno vio que la tierra desaparecía bajo su pies y, esto es literal, siguió como un mico, corriendo. Los tres personajes que estaban mirando la escena creo que aún se están riendo, pero el viaje en las alturas fue extraordinario: a la derecha quedaba la ciudad, delante el océano con sus alisios acariciando la vela, subidas, bajadas, remolinos, ligeros movimientos del artilugio aéreo que parecían más de lo que eran y una seguridad total por parte del guía ingeniero industrial. Y llegó el momento de aterrizar. El take-off sería en la plaza de la Música, situada detrás del auditorio Alfredo Kraus. Fabián y Augusto tienen un permiso que se va actualizando todos los meses para poder volar sobre la capital y poder aterrizar en esta plaza urbana.

El aterrizaje fue otra experiencia entre crepuscular y cómica. Siguiendo las instrucciones del piloto salí del asiento y me quedé colgado del arnés. Los glúteos ni los sentía y allí me puse a correr en el aire, mientras veía cómo se hacían cada vez más grandes los coches y la gente que iba paseando. El descenso fue de 10, suave, apacible y muy elegante. Corriendo tocamos tierra en la plaza. Tope.

Y sin viento y sin mar tampoco existirían las dunas de Maspalomas, otro enclave único en la isla, declarado Reserva natural protegida el año 1994. Unos dicen que todo se ha dicho y escrito sobre este lugar, pero parece ser que no siempre han estado aquí estas dunas que respiran, se mueven y caminan sinuosamente con el rumor de las olas.

Lo bonito es que la arena de Maspalomas llega compartida desde diferentes bandas de circulación de arenas volátiles que viajan por todo el archipiélago. Y hay una teoría que dice que este territorio tan singular se formó a raíz del gigantesco maremoto que destruyó Lisboa tras el terrible seísmo de 1755.

No importa que fuera por un tsunami o porque las arenas del Sahara poco a poco van insertándose en tierras insulares. Maspalomas al atardecer es algo muy especial, y tener el privilegio de volver a visitarlo no le quita ninguna pizca de asombro; más bien le añade nuevas sorpresas a la corazonada de que las dunas seguirían allí, tal cual las recordaba este peregrino terrestre.