¿Cuántas veces por minuto puede taconear sin perder el compás? Hipnotiza y asombra a partes iguales fijar la vista en los pies que ejecutan la coreografía a la perfección. Se notan las tablas. De hecho, “es una de las personas que aparece en el videoclip de la canción ‘Galway Girl’ de Ed Sheeran con la actriz Saoirse Ronan”, comentan después en el minibar donde enseñan a preparar un whiskey irlandés.

A bordo de un barco en el lago Corrib, en el que agasajan a los pasajeros con un delicioso té con pastas, no puede haber mejor puerta de entrada a la ciudad en la que la bailarina invita a perderse con una sonrisa. Galway está de celebración, pues este año una intensa agenda con 122 actividades con motivo de la Capitalidad Europea de la Cultura que ostenta junto a la croata Rijeka se suma a su ya de por sí vibrante oferta.

Linajes de mercaderes que impusieron su dominio a lo largo de la historia cuyos estandartes se yerguen en Eyre Square le han dado el sobrenombre de cuna de las catorce tribus. Hoy, alrededor de 80.000 personas viven aquí mirando al océano Atlántico. Muchos de ellos, estudiantes universitarios. Galway honra su herencia estructurando su agenda de actos de acuerdo a los festivales que marcaban el calendario celta: Imbloc desde febrero a abril, Bealtaine entre mayo y julio, Lughnasa de agosto a octubre y Samhain, entre octubre y enero.

Cosas de la historia

Migración, paisaje y lenguaje actúan como hilos conductores en un reflejo de la trayectoria del país, que desprende un poso de tristeza por siglos de dominación inglesa o la gran hambruna del siglo XIX, que diezmó la población y obligó a muchos supervivientes a huir. Aunque no es eso lo que transmiten a pie de calle una banda que interpreta el tema Free falling, de Tom Petty, o la música en directo de los pubs. Desde un tramo de la muralla incrustado en el centro comercial a numerosos topónimos de origen español (Spanish Arch o Latin Quarter), el recorrido por el centro revela un azaroso pasado. Se cuenta que Cristóbal Colón rezó en la iglesia de San Nicolás en 1477, antes del descubrimiento de América. Estaba de visita como resultado de las fuertes redes comerciales establecidas con la península.

Quizás Galway le dio suerte en sus expediciones, no como a 300 infortunados supervivientes de la Armada Invencible de Felipe II (que sucumbió frente a Isabel I 1588) arrastrados hasta la costa. Cuando ya se creían a salvo fueron decapitados, al parecer por la codicia de quien esperaba incautarse de joyas u otros objetos de valor que no halló entre sus posesiones.

La misma forma en la que murió Carlos I de Inglaterra en 1649, según la leyenda ejecutado por un soldado natural de la ciudad que recibió a modo de obsequio la propiedad sobre el emplazamiento donde hoy se levanta el pub The King’s head (La cabeza del rey). Erigido sobre el siglo XIV, aunque su estructura data del XVI, el castillo Lynch, que actualmente aloja un banco, es el edificio más antiguo de Irlanda que permanece en uso a diario. En torno a él circula un triste relato de veracidad incierta: el del entonces alcalde James Lynch Fitzstephen, que antepuso las obligaciones del cargo a la familia al ordenar la muerte de su propio hijo por asesinar a un soldado español.

Menos mal que no todo son desventuras. Las joyerías inundan el casco histórico con fotografías en sus escaparates de una alianza que luce un corazón que encarna rodeado por dos manos, en referencia a la amistad que remata una corona en alusión a la lealtad. El llamado anillo de Claddagh proviene de otra de tantas narraciones repetidas de generación en generación. Se cree que Richard Joyce emigró a las Indias Orientales desde su Galway natal con intención de hacer fortuna para poder contraer matrimonio con su novia a la vuelta. Pero el barco en el que viajaba fue apresado y el hombre vendido como esclavo a un orfebre de Argelia que le legó sus conocimientos. Al ascender al trono inglés Guillermo III de Orange en 1689 pidió la liberación de prisioneros británicos en territorio musulmán, y Joyce pudo salir de su cautiverio. Rechazó el ofrecimiento del joyero de quedarse con la mitad de su fortuna y casarse con su hija para correr a reencontrarse con su prometida. A él se deben el diseño del anillo y el lema Let love and friendship reign (Que reinen la amistad y el amor) grabado en su interior. La forma de colocarlo generó un curioso código para comunicar la situación sentimental de sus portadoras, muy útil en las encorsetadas sociedades de antaño. Previo al matrimonio, debía llevarse en el anular de la mano derecha. Significaba que aún no se ha encontrado a esa persona especial. Orientar el corazón hacia el dedo daba a entender soltería y hacia la muñeca, relación que podría desembocar en boda. Tras el compromiso oficial, el anillo había de pasar a la mano izquierda. El corazón hacia la muñeca desvelaba el enlace.

Delante de una de las tiendas donde se pueden adquirir estas alianzas, las estatuas de los escritores Oscar Wilde y Eduard Vilde saludan al visitante como invitando a sentarse con ellos.

Excursión a Connemara

Pero Irlanda tiene mucho más que ofrecer a un tiro de piedra. La niebla envuelve el trayecto por el Parque Nacional de Connemara, espacio de casi 3.000 hectáreas protegido desde 1980. El lugar al que añoraba retornar el boxeador al que John Wayne dio vida en la película de 1952 El hombre tranquilo, dirigida por John Ford (cuyo padre había nacido en Galway), donde en un cottage casi en medio de la nada se han reconstruido estancias que reproducen la casa en la que vivía el personaje de Sean Thorton con su mujer, a quien interpretó Maureen O’Hara, si bien el grueso de la filmación se desarrolló en el pueblo de Cong.

Entre lagos y sirimiri irrumpe Kylemore Abbey, a aproximadamente una hora y media de trayecto desde Galway. El aspecto almenado de su fachada engaña de lejos. No se erigió en la Edad Media. Fue el sueño de Mitchell Henry, un prometedor cirujano que al heredar de su padre comerciante de algodón de Manchester se convirtió en uno de los jóvenes más ricos de Gran Bretaña y abandonó la medicina por la política. Enamorado del lugar durante su luna de miel, construyó la mansión como regalo a su mujer. La casa contaba con 33 habitaciones, cuatro baños, cuatro salas de estar, salones de baile y de billar, biblioteca, salas de estudio, de fumar, de armas, oficinas y dependencias para el servicio, así como jardines por los que a la pareja le gustaba pasear. Los terrenos abarcaban 13.000 acres en total y para edificar el castillo perfectamente encajado en la montaña fue necesario efectuar voladuras. Un retiro de ensueño para alejarse de la contaminación que invadía Londres con la revolución industrial en ebullición.

Lástima que Margaret Henry no pudiera disfrutarlo demasiado tiempo. Enfermó en el transcurso de un viaje a Egipto que emprendió la familia en 1874, poco después de terminar las obras. A su muerte dos semanas más tarde, a los 45 años, recibió sepultura en Kylemore.

Un desolado Mitchell Henry delegó en sus hijos la administración de la propiedad y ordenó levantar una pequeña iglesia de estilo neogótico en homenaje a su esposa. Los lugareños lamentaron su decisión de poner a la venta la finca. Y es que la llegada de la familia acarreó mejoras en la calidad de vida de los vecinos, que arrastraban las consecuencias de la gran hambruna desatada entre 1845 y 1848 al malograrse la cosecha de la patata que constituía un elemento básico. Fallecieron la mitad de los residentes en el país, más de 2,5 millones de personas emigraron y los que permanecieron tuvieron que seguir abonando las rentas a los señores pese a estar sumidos en la ruina. Representante de Galway en la cámara de los comunes durante catorce años, el patriarca les proporcionó trabajo, techo y una escuela para los niños.

Una fotografía en blanco y negro posiblemente tomada por el hijo mayor muestra al matrimonio en un coche de caballos en la entrada. Dentro formaría una legión de sirvientes para que todo estuviera a punto si querían relajarse de las jornadas de caza y pesca con un baño turco, y en el elegante comedor donde servían frutos recolectados en los jardines o salmón de los lagos de los alrededores, que pusieron de moda en los banquetes de la alta sociedad. Los invitados recibirían un bouquet de violetas, tan de moda en la época victoriana, y tras la cena pasarían al salón de baile.

Gran parte de la actual distribución y mobiliario se debe al siguiente propietario, el noveno duque de Manchester, quien desembarcó en 1903. Al parecer, el mismísimo rey Eduardo VII desechó la idea de hacerse con Kylemore pensando en los elevados gastos de mantenimiento, “demasiados incluso para mí”, le atribuyen. El suegro del duque, el hombre de negocios estadounidense Eugene Zimmerman, sufragó la lujosa vida de su hija Helena y su yerno. La unión del dinero norteamericano de ricas herederas con nobleza inglesa para darle lustre que reflejó la serie Downton Abbey, cuya acción se desarrollaba en el castillo de Highclere. Sin embargo, el personaje de ficción del conde de Grantham administraba sus posesiones con bastante más cabeza. El padre de la duquesa de Manchester confiaba en que la mansión en un paraje remoto alejaría al duque de las fiestas y el juego. Nada más lejos de la realidad. A la muerte de Eugene Zimmerman en 1914, vendieron el castillo.

Estaba a punto de estallar la Primera Guerra Mundial, que llevó a Conmemara en 1920 a las monjas benedictinas que escaparon de la localidad belga de Ypres. La congregación que se había exiliado de Irlanda con la supresión de las órdenes religiosas puso en marcha a su regreso un internado femenino de élite. Entre sus alumnas figuraban en la década de los años treinta dos princesas indias, sobrinas del Maharaja de Nawangar, que había comprado una mansión en los alrededores de la localidad de Clifden. La escultura de un Cristo a una escala mucho más reducida que el de Río de Janeiro abraza a los feligreses desde la montaña, a aproximadamente una hora de camino. “Se organizan visitas hasta arriba”, informan en el comedor donde los visitantes reponen fuerzas. Desde que el colegio fue clausurado en 2010, el uniforme de color azul con una lazada roja en el cuello de la camisa se exhibe tan solo en el espacio de exposición en la planta baja con una acogedora decoración revestida en madera.

Al salir, la gruta similar a la de Lourdes que reprodujeron las religiosas se fusiona con, de nuevo, relatos que beben de la mitología irlandesa. La discusión que se les fue de las manos a los gigantes Cú Chulainn y Fionn Mc Cool cuando el primero arrojó una piedra de gran tamaño al segundo y aterrizó cerca de Kylemore, donde todavía hoy se puede ver. Otra criatura que atemorizaba a la gente exigiendo que les ofrendaran sus hijos como alimento hasta que un valeroso joven le mató haciéndose pasar por una anciana. A un saliente de roca detrás de la iglesia se le denomina el salto de los ciervos, porque allí se asomaban estos animales imbuidos de un aura mítica. Como el corcel blanco que los habitantes de la región aseguran avistar cada siete años emergiendo del lago que mira a la abadía reflejando su silueta. ¿Sugestión, ilusión óptica de la bruma posándose sobre el agua o un animal de carne y hueso? Las descripciones encajan con el pony de Connemara, una especie autóctona de la zona que ayer tiraba de carros que transportaban turba y hoy lo hace con turistas y a la que se dedica una feria en el municipio de Clifden. Este año se celebrará entre el 11 y el 19 de agosto.

Acantilados de Moher

Y de Clifden a los cliffs (acantilados) de Moher. Otra de las excursiones habituales desde Galway, a dos horas de trayecto por un paraje pedregoso de caliza. El llamado burren (del gaélico boireann, terreno rocoso) está protegido como Zona de Especial Conservación de la Unión Europea, en cuyos dominios se revelan cabañas aisladas y asentamientos prehistóricos. Frente a este paisaje inhóspito, el mar impacta contra las moles que se alzan 120 metros sobre el océano sumando, una altitud de 214 metros de altitud a lo largo de ocho kilómetros de costa.

Amanece un día ventoso junto a los acantilados. Por ello, aconsejan no subirse a una de las embarcaciones que se aproximan desde el agua para admirarlos en todo su esplendor y pasear con precaución por los senderos delimitados en este ecosistema de contrastes que se asomó a las pantallas de cine en La princesa prometida (1987). Estremece un monolito en memoria de las personas que se han quitado la vida arrojándose al mar y hace sonreír el set de gomas de pelo en uno de los senderos.

Han pensado en todo para exprimir al máximo la experiencia. Afortunadamente, la niebla no impide maravillarse ante el resultado de 300 millones de años de evolución, según estiman los espeleólogos. La torre de O’Brien proporciona un imponente mirador desde 1845, cuando los turistas ya frecuentaban el área. Así lo describen en el centro de interpretación camuflado dentro de la ladera, del cual tan solo se adivina un ventanal donde se acondicionó el comedor. Los espectadores se transforman en gaviotas en un realista simulador que transporta desde las alturas hasta las profundidades batiendo las alas entre un mundo de biodiversidad en un vuelo por una de las siluetas más reconocidas de la isla. El grupo Westlife rodó en los acantilados de Moher el videoclip de la canción My love. “Así que pronunciaré una pequeña oración y deseo que mis sueños me lleven allí. De costa a costa, para hallar el lugar el lugar que más amo, donde los prados son verdes, y verte otra vez, mi amor”, reza la letra. Después de conocerla, se entiende la nostalgia por la tierra irlandesa, que hace sentirse a todo el mundo como en casa.

Algunas Escapadas desde Galway

Knock, a 70 kilómetros. Un centro de peregrinación donde los fieles creen que la Virgen María, San José y San Juan se aparecieron el 21 de agosto de 1879. Los papas Juan Pablo II y Francisco o la madre Teresa de Calcuta han rezado en la moderna basílica.

Croagh Patrick, a 86 kilómetros. La montaña sagrada donde San Patricio cumplió cuarenta días de ayuno acoge el peregrinaje del Reek Sunday, cuando miles de personas ascienden siete kilómetros hasta los 750 metros para asistir a misa en la capilla de la cima.

Castillo de Bunratty, a 95 kilómetros. En esta fortaleza próxima al aeropuerto de Shannon, cuyos cimientos se remontan a la invasión vikinga, (su aspecto actual se fecha en torno a 1425) se celebran banquetes medievales.

Limerick, a 108 kilómetros. Fundada por los vikingos en el siglo IX, se equipara a Galway en cuanto a movimiento cultural. Desde el castillo medieval del rey Juan hasta el barrio georgiano, sus múltiples atractivos bien merecen una visita.

Adare, a 125 kilómetros. Con sus pintorescos cottages rematados con tejados de paja, está considerado uno de los pueblos más bonitos de Irlanda. El hotel Adare Manor, un palacio del siglo XVIII remozado, cuenta con un campo de golf que albergará la Ryder Cup de 2026.

Los aeropuertos más cercanos son Shannon (a 65 kilómetros), Cork (a 162 kilómetros) y Dublín (a 187 kilómetros). La compañía Aer Lingus opera vuelos directos entre Bilbao y la capital irlandesa. En el mismo aeropuerto se puede tomar un autobús que llega a Galway en dos horas y media.