Ahora que los motores de explosión tienen fecha de caducidad (no los podrán emplear los coches que se fabriquen a partir de 2040), algunas personas comienzan a plantearse la duda de qué tecnología elegir en su próxima compra. Descartados los vilipendiados motores diésel y bajo sospecha los de gasolina, los automóviles eléctricos actuales no terminan de resultar convincentes al comportar todavía menos ventajas que inconvenientes (coste de adquisición elevado, autonomía insuficiente, dificultades de reabastecimiento, etc.). Así que la industria de la automoción ha buscado la solución idónea a este problema, que parece estar en la combinación de tecnologías, es decir, en la hibridación. Consiste en coordinar la labor de un propulsor térmico, normalmente de gasolina, y la de un bloque eléctrico que actúa en su apoyo.

Esta fórmula de impulsión mixta puede ser de varias modalidades, en función del protagonismo que adquiera el motor eléctrico a la hora de contribuir al avance del vehículo. En la hibridación suave se limita a asistir al térmico en aceleraciones intensas y a recuperar energía para recargar su pequeña batería. Ese respaldo eléctrico es más intenso y duradero en los híbridos convencionales, cuyo acumulador se recarga sobre la marcha con la contribución del motor de explosión.

En la cúspide de la escala evolutiva de la hibridación imperan los sistemas enchufables, como el que emplea el León e-Hybrid. Son capaces de coordinar el esfuerzo de ambos bloques, el eléctrico y el de gasolina, para que cooperen de forma simultánea y/o alternativa. Su potente batería, recargable hasta cierto punto sobre la marcha, se reabastece completamente conectada a la red. La gran ventaja de un híbrido enchufable radica en su facultad para rodar durante un tiempo en modo ‘0 emisiones’, emulando a cualquier automóvil 100% eléctrico; con la garantía de que, a diferencia de estos, jamás te dejará tirado.

La hibridación enchufable se perfila, por tanto, como una eficaz y cabal solución de compromiso para ese periodo de transición del octano al kilovatio. Es, claro está, una fórmula provisional, aunque perfectamente vigente durante unos cuantos años. Con certeza, muchos más de los que alcanza la vida útil de cualquier coche actual.