DECÍA Félix Urabayen que hay “tres pajarracos que ven de noche: el murciélago, el búho y el contrabandista”. En efecto, tener la vista bien agudizada era algo casi congénito para quienes se veían obligados a atravesar los montes de la frontera cargados con pesados paquetes sin otro objetivo que ganarse un buen jornal. Aunque existió siempre, la práctica del contrabando en nuestra tierra vivió su momento de máximo auge a partir del siglo XIX, en una época de posguerra marcada por la escasez y la miseria. Fueron muchas las familias de los valles pirenaicos que lograron sobrevivir gracias a esta práctica ilegal.

Porque sí, el contrabando era un oficio que literalmente significa “ir en contra de la ley (bando)”, sin embargo, nunca se consideraron delincuentes por traficar con cosas tan banales como puntillas, nailon, rodamientos o ganado. “Eso no era pecado”, coincidían en afirmar en Sorogain José Antonio Villanueva, José Antonio Goñi y Casimiro Cerdán. Invitados por la Asociación Elutseder estos excontrabandistas narraron ante 70 personas las aventuras y penurias sufridas en secreto por los bosques oscuros del valle de Erro.

El contrabando supuso un respiro para la economía familiar en aquellos tiempos. Aunque todos trabajaban de día en las hierbas o en la trilla, cuando caía el sol se dedicaban a la clandestinidad. Tenían una especie de doble vida. En su primera noche, José Antonio Goñi, de Agorreta, vio aumentar mucho la cantidad de 116 pesetas que cobraba a la semana por trabajar en la fábrica de Zubiri. “Por los primeros paquetes que cogí de Zilbeti al puerto de Erro hicimos tres viajes en una noche y sacamos 900 pesetas. Mira qué diferencia”, reconocía. En sus primeros tres viajes, Casimiro Cerdán, con tan solo 18 años, también se alegró de reunir 900 pesetas para las fiestas de Erro, su pueblo. “Estábamos de trabajar hasta el gorro y no cobrábamos nada. Cuando empezamos con los paquetes, vimos por primera vez 100 pesetas juntas”, decía. Y es que se llegó a ganar mucho dinero en la frontera navarra, no para lujos excesivos pero sí para subsistir. Aunque llegaron a ver mercancías de todo tipo como sacarina, café, cobre, cañas de pescar e incluso paquetes de preservativos, lo que más transportaban eran puntillas y nailon, que tenían Barcelona como destino.