En la antigüedad, el queso era considerado como un regalo de los dioses. Las antiguas civilizaciones no tenían conocimientos químicos, pero enseguida vieron que la leche se podía convertir en queso. Tardaron poco en darse cuenta de que este milagro se repetía, porque la leche al agriarse se convertía en cuajada, y cuando perdía suero se transformaba en queso.

Existen datos, por ejemplo, de que hace 12.000 años había ovejas domésticas en Mesopotamia. Además, el queso no solo se fabricaba para uso doméstico, sino que empezó a producirse y a comercializarse, porque siempre ha tenido un valor importante en el mundo del comercio. También hay datos arqueológicos que nos hablan de un mercado de quesos en Jerusalén, y de que en Roma se consumían quesos importados ya en aquel entonces de otras zonas de su imperio, es decir, del Imperio Romano.

Lo cierto es que no hay un queso, sino miles de ellos. Y cada vez hay más. Además, en su mayoría son quesos buenos, ni mejor ni peor que antes, pero los hay excelentísimos. Y sin embargo, seguimos consumiendo, por puro hábito alimentario, los de siempre, aunque de vez en cuando hagamos una especie de trampilla y compremos nuevos para probar.

Hay mucho de que hablar alrededor del queso, porque como hemos dicho, todos son distintos y por eso se cuentan por miles. ¿Qué regula la conversión de la leche en queso? Hay muchos factores: la propia leche, el proceso de elaboración del pastor o del lechero, el animal que ingiere el alimento, así como lo que come (grano, hierba), el clima en el que vive, y la leche de la especie, porque además de los quesos que más conocemos (oveja, cabra, vaca...) hay quesos de búfala, cebú, de reno o de yak. Y luego está el otro factor importante en la elaboración de este producto: que un queso esté pasteurizado o elaborado con leche cruda.

A priori, la leche cruda es extraordinaria cuando es buena, pero también hay procesos como la pasteurización que eliminan bacterias que son perjudiciales. Esto no indica que el queso sea peor, porque hay quesos de leche pasteurizada que son extraordinarios, sobre todo a nivel gustativo.

Todos estos procesos, junto con la coagulación de la leche, el tratamiento de la cuajada, el prensado y la edad, hacen que los quesos se clasifiquen, según su maduración, en quesos frescos, cocidos, de pasta fina o de suero, que haya quesos que según su textura sean blandos, semiblandos o duros (todo depende de si la pasta es prensada), y que los haya con distintos contenidos en materia grasa. De hecho, hay quesos con un 5% de materia grasa y otros que tienen entre el 50 y el 60%.

Existen, además, otros criterios para su clasificación que dependen del sabor o de la corteza (si es una corteza blanda, bañada o embebida).

Y ahora, una vez vistas todas estas variantes, llega lo más importante, que es el momento de degustarlo. Sí podríamos hablar de con qué pan tomarlo, si con un pan con o sin corteza, blanco, español, bregado, crosta de Zalla, de centeno, de nueces, de pasas, integral o un pan distinto. También hay que saber con qué se consume, porque hay gente que utiliza mucho la fruta, así como ese amplio mundo de las confituras y de la dulcería, como la mermelada de frutos rojos, el membrillo o la miel. En este mismo campo hablaríamos también del chutney de higos, e incluso del chutney con vinagre. Asimismo, se pueden comer con verduras como el apio, con encurtidos o con frutos secos. O solos, sin más. El queso, todo un mundo.