yO nunca los había visto. Vienen por temporadas, decían las ancianas. Eran hombres del norte. A lo mejor los hielos los echaban al mar. También podían ser las malas cosechas. O una enfermedad de las reses. O el mismísimo Demonio. Nadie lo sabía.

En la aldea relataban mil historias sobre ellos. Despiadados. Ladrones. Degollaban a los varones, violaban a las mujeres y se llevaban a los jóvenes como esclavos o concubinas. Adoraban ídolos impíos. Algunos se pintaban el cuerpo. Otros lucían horribles cicatrices en el rostro. Se contaba que eran capaces de arrasar una granja, devorar todos los gansos del palomar y beber las tinajas de vino de la bodega, sentados junto a los cadáveres destripados de quienes se habían resistido.

“Hablan una lengua de perros. Se entienden a bramidos, como las bestias. La mayoría se cubren con pieles y cuero sin curtir. Se trenzan los cabellos bermejos y las barbas, como mujerzuelas. Huelen de lejos, como a establo sin dueño. No conocen la clemencia ni la caridad. Ni son hijos de Dios. Corre y, sobre todo, no caigas viva en sus manos, pequeña”, me repetía mi abuela cada poco. Y luego escupía con fuerza al suelo y recitaba una letanía.

Según padre, navegaban siempre en naves muy marineras, con muchos remos y una vela de vivos colores. “Son guerreros terribles. Sus herreros dominan todos los secretos de la forja. Manejan hachas y espadas de buen acero y sus cotas de aros resisten la punta de la lanza. Son grandes, fuertes, acostumbrados a la batalla y el sufrimiento. Diría que la mayoría no temen la muerte”, contaba padre junto al calor de la lumbre.

Los más viejos discutían sobre si formaban flotillas o si se embarcaban en singladuras solitarias. Por nuestra costa siempre los habían visto en grupos de dos o tres navíos. No más. Los buhoneros y los sacamuelas traían a la aldea historias de la costa: conventos quemados hasta los cimientos en los que no quedaba rastro de las monjas; y abadías asaltadas, frailes colgados y tesoros robados. Al escucharlas, mi abuela escupía al suelo con más fuerza aun y duplicaba la letanía.

Imaginaba a los hombres del norte llegando a nuestra pequeña bahía, subiendo hacia el cercado de la pequeña loma tras la playa, atravesándolo y penetrando en la aldea como una manada de lobos sedientos de sangre. Cada vez que esas ideas invadían mi mente, un escalofrío me recorría desde la coronilla hasta la punta de los pies. Trataba de escupir. Pero solía tener la boca seca por el miedo.

La primera vez Un mediodía el escalofrío me paralizó. El vigía bajó desgañitándose desde el acantilado donde estaba clavado el poste oriental de la aldea. Una vela cuadrada, gritaba como un loco. Una vela cuadrada. Cuadrada. Por aquí todos aparejaban velas triangulares. Eran hombres del norte. Seguro. Por donde el sol nace, una vela cuadrada. Teníamos otro poste, y otro vigía, en el acantilado de poniente.

Nos pusimos a trabajar. Podían pasar de largo. O no. La aldea se transformó en un hormiguero azuzado por una brasa. Los hombres abrieron el cercado de la loma tras la playa para introducir en él tres grandes bueyes, media docena de vacas, dos caballos de tiro y una docena de ovejas con sus corderos. El resto tomó cuchillos, picas y mazas, los bicheros de faenar en la mar y las azadas de labrar la tierra.

En el horizonte, la proa adornada con una gran cabeza de dragón tallada en madera y pintada de rojo se dejó ver en su rumbo a poniente desde el acantilado del Este. A todo trapo. Paralelo a la línea de costa. Asomada en mi escondrijo, conté los escudos colgados en la banda de babor. Eran 30. Unos 65 hombres formaban la tripulación. Todos demonios.

Cuando todo el barco se veía frente a la bahía, a una señal, las mujeres salimos de las casas, dando voces como si nos estuvieran desollando, mesándonos los cabellos. Subimos a la loma del cercado. Las más fuertes tomaron los bueyes, vacas y caballos por sus cabos. Las niñas nos ocupamos de ovejas y corderos. A trompicones, mugidos, balidos y relinchos fuimos hacia el bosquete.

Oculta tras una encina vi que recogían el trapo bruscamente. Sacaron los remos y viraron todo a babor. Enfilaron la bahía a una velocidad del diablo. La brisa nos traía el coro terrorífico de los remos. Y el silbido de la quilla al cortar las olas. Soltamos los bueyes. Asustados, trotaron de nuevo hacia el cercado. Empezamos a escuchar los gritos de los hombres del mar. Sus espadas brillaban bajo el sol implacable. Los cascos cónicos destellaban. Y los ojos del dragón. Cada vez remaban más rápido. Soltamos las ovejas. Dos de las jóvenes corrieron tras ellas. Los remos apretaron aún más.

Ya estaban dentro de la bahía. El barco era enorme. Diez o quince veces mayor que las chalupas a vela y remo que usábamos en la aldea para pescar. Volaba sobre las olas. Hasta que paró. Repentinamente. Con un crujido agudo. La proa se hundió en un momento. El palo cayó hacia estribor. El agua se tragó la popa. Solo quedaban sobre las olas las dos mitades centrales de la cubierta, partida. El mar desencuadernó el orgulloso barco en un santiamén.

La escollera bajo la rasante del agua había cumplido su misión otra vez. La primera de las muchas que yo vi. Los normandos se descuidaron. Siempre les ocurría. Los bueyes, las ovejas, las muchachas suponían un cebo cegador. Los demonios fueron arribando a la playa uno a uno. Medio ahogados. Lastrados por el peso de las cotas y las armas. Los remataron sin piedad. Con mazas, lanzas y bicheros. Como si fueran delfines atrapados por la bajamar. Mi abuela, entre los hombres, los escupía. Tomaron las chalupas y remaron hasta la escollera, para lancear a los que se sujetaban en pie sobre la escollera. Despojaron los cuerpos de armas, joyas y ropa y planearon cómo hacerse con todo lo hundido y con la madera del barco. Los cuerpos, una vez recogidos, eran arrojados por el acantilado de poniente para que la corriente los transportara lejos. Nadie quería en la aldea que otros navegantes se asustaran.

Por último, entre todos, como las hormigas, rescatamos los arcones que cada uno de los muertos traía desde su tierra helada. Hubo 64 en total. Así como los aparejos, herramientas, cabos, poleas, los remos y la tela de la vela. Buen botín.

Los bandidos del mar teníamos fama de aprovecharlo todo.