sIEMPRE pasa lo mismo. Peleas hasta la extenuación. Y pierdes. Ha de haber un ganador. Y no eres tú. Siempre igual. Increíble. Íbamos por delante: dos a cero. Dos a cero. Antes de la primera media hora del primer tiempo. No me lo puedo creer. En la final. La final. Esto es la final. La maldita final.

Los de enfrente no se enteraron de lo que sucedía sobre la hierba del estadio hasta después del descanso. Demasiada soberbia. Una sobredosis de autosuficiencia. Vaya dos cantadas del portero. ¿El mejor del mundo? ¡No fastidies! Jajajaaaa.

Eh, calma. Tengo que respirar. Aspira. Hondo. El míster lo recomienda. Llena los pulmones. Hasta el fondo. Mmmmmm. Íbamos ganando dos a cero. Tendríamos que encontrarnos desnudos en el vestuario, bebiendo champán francés o un buen riesling bien frío. Maldiciendo la ralea de todos los germanos del mundo y riéndonos de los padrecitos de Moscú. O al revés. Abrazándonos y llorando después de haber mojado al míster con un cubo lleno de cerveza de nuestra tierra. La mejor cerveza que se puede encontrar bajo el cielo. Dos a cero. Soy un desgraciado.

Pero ahora estoy aquí. De pie en medio del círculo central del puñetero estadio del Estrella Roja. Todo queda lejísimos. Es como si cada portería se levantara a un kilómetro de distancia. Los focos no me permiten ver la grada con claridad desde este punto. Escucho gritos, canciones, insultos. La mayoría, en alemán. Lo entiendo bien. Noto un hormigueo extraño en los brazos. Me parece que les faltara sangre. Me pesan. Pesan desde los hombros. Tiran hacia el suelo. Y siento como si de dos atabaleros golpearan mis sienes.

Debo tomar aire. Despacio. Y expulsarlo. Suave. Otra vez. Hace menos de dos horas habíamos ganado. Me entran ganas de llorar solo de pensarlo. La espuma de la cerveza sobre la cabeza del míster. El olor a sudor. Las camisetas mojadas, dadas la vuelta, tiradas por cualquier parte. Y Zdenek vomitando en un rincón. Le ocurría a menudo. Es lo que debería estar sucediendo ahora. Me duelen las botas.

Me desataré los cordones. Sentado. Levantaré los pies al aire con la espalda sobre el césped. Sin las botas. Voy a sacudir las piernas. Que se suelten los músculos de los muslos. Y refresco los pies. ¿Tengo sed? No lo sé. Mi boca está seca como un archivador de la Biblioteca Nacional y mi lengua es una lámina de lija escondida en su interior. Pero no puedo decir que tenga sed. Enseguida llegará mi turno. Volveré a anudarme los borceguíes. Concienzudamente. Sin prisa. Respiro. Espiro. Con los ojos cerrados. Los latidos de mi propio corazón me estallan en los tímpanos. Me incorporo.

Griterio. Maldiciones en alemán. Me abraza un compañero. Muy fuerte. Por el olor de su cuerpo es Anton. El capitán. Abro los párpados. Las gradas de las camisetas rojas bailan. Saltan. Agitan las banderas. Las camisetas blancas se agarran la cabeza. Veo, con mucha claridad, a un niño muy rubio llorando desconsolado. Uli Hoeness acaba de marrar el cuarto penalty de la tanda de cinco que decide el Campeonato de Europa. He podido escuchar el pelotazo. Todos me miran. Palmadas en la espalda. Frases de ánimo que no consigo entender con claridad. Se va haciendo el silencio aunque atrone la grada. Un silencio puro, extraño. La lija de mi boca se pega al paladar. Camino hacia el área. El árbitro, vestido de luto, aguarda como el predicador a un condenado a muerte. El área es un cadalso pintado en el suelo ¡En qué cosas pienso! Fuera cadalsos, frailes y muerte. Positivo. Lo repite el míster: positivo.

Son cuarenta metros escasos. Los cuarenta metros más largos de mi vida. Noventa minutos del partido y la media hora de prórroga me muerden en las piernas. Un pequeño escorpión debe de estar pellizcando el interior de mi rodilla izquierda. Es lo que percibo. Como si lo viera. Y la parte posterior del muslo derecho se tensa por el centro en cada paso; parece que se fuera a contraer en la mitad de un momento a otro. Como un cepo. Como un puño. Piso con toda la planta del pie derecho, elongando la pierna, haciendo fuerza hacia arriba con los riñones. Con todo. No quiero la contractura en la parte de atrás del muslo.

Quedan menos de veinte metros. Sepp Maier es una mancha azul caminando sobre la línea de marca. El mejor guardameta de la historia. Un inmenso gato tranquilo. Azul. Cada vez más grande. En el segundo tiempo nos la clavó Müller. El Torpedo. Había que marcarle. Agarrarle. Seguirle. Pero otra vez se las arregló para aparecer solo en la frontal del área pequeña y empujarla haciendo una tijera. Despacio. Solo debíamos aguantar un cuarto de hora más. A la República Federal de Alemania. Con Beckenbauer, Berti Vogts, Bonhoff? Qué bueno es Bonhoff. Nos ha faltado poco para lograrlo. Cuando restaba un minuto para el 90, Bernd Hölzenbein, con sus rizos rubios y su gesto de pasmado, ha peinado un saque de esquina, a metro y medio de nuestra meta. Lo puedo ver. Lo veo. Una y otra vez. Vuelve a mí la rabia que me ha invadido en ese momento. Un baño de impotencia. De agotamiento repentino. Igual que si me hubieran inyectado un relajante muscular. Alemania siempre gana.

Sepp Maier me da la espalda desde la portería. Es su manera de concentrarse. Hemos resistido la prórroga con la poca energía que rescatamos de no sé donde. Media hora de agonía. Con Beckenbauer dirigiendo la orquesta enfrente ¡Beckenbauer! Sepp Maier se ha girado de un salto. Me mira semiagachado. Con las extremidades flexionadas. El flequillo le cubre los ojos. ¿Cuánto mide? ¿Tres metros? Voy a disparar muy fuerte. A su izquierda. A la cepa del poste. El pitido del silbato del colegiado me alcanza muy amortiguado, distorsionado, desde el infinito.

Ahí, sobre el punto de cal, se apoya el balón. Como una calavera moteada. Puedo percibir con claridad que a Sepp Maier le sale fuego de la boca. Quiero correr. ¿Estoy corriendo hacia la pelota? Sí. Con todo. A la cepa. Duro. Todo sucede muy lentamente. Hace calor, sudo, pero noto un frío intenso. Igual que si hubiera tragado un carámbano de hielo de los que cuelgan en invierno de los tejados de Praga. Con todo. Fuerte. A la izquierda de Maier. La rodilla siniestra no quiere. Y el muslo derecho, tampoco. Es un toque leve. Muy por debajo de la mitad del balón. Se eleva como en un sueño. Maier se vence a su izquierda. El esférico, suspendido, como arrastrado por una tortuga voladora que lo condujera, levita al centro de la red.

Grito gol. Levanto los brazos. No es triunfo. Es alivio. Gol. Gol. Los compañeros me saltan encima. Campeones, Antonín, campeones. La grada roja se vuelve loca: Panenka, Panenka, Panenka. Corean mi apellido.

Tendré que explicar por qué lancé el penalti definitivo de este modo. Ya me lo inventaré. Ahora vayamos al vestuario. Quiero champán. Quiero riesling ¿Dónde está el cubo de cerveza? A veces, los perdedores ganamos. Y no existe nada igual.