Nada me marcó más en la vida que el día en que, siendo chico, mi abuelo me dejó ver el barco. Aún hoy sueño con aquella mañana de primavera. Se llamaba Santísima Trinidad.

Fue cuando la parroquia de los Santos Juanes y la Cofradía de la Vera Cruz se trasladaron desde los arrabales de Ibeni hasta lo que hasta la fecha fuera la iglesia del colegio jesuita de San Gregorio, en el Portal de Zamudio. Lo recuerdo porque se dieron procesiones, desfile de pífanos y festejos para celebrarlo. Y ya nunca más se vieron estudiantes ni frailes jesuitas con sus sotanas de luto. Debía correr el décimo año del reino de nuestro señor Carlos el Tercero.

El almacén de la familia abría sus portones en la Calle Nueva. Vivíamos en los dos pisos superiores. Los criados, mi padre, mi madre, la abuela y yo. Y el abuelo, cuando no cruzaba la mar océana. Mi padre mercadeaba con los géneros de ultramar, mi madre nos cuidaba e iba a misa, y mi abuela lo gobernaba todo. Menos a mi abuelo.

Era un hombre enorme que caminaba bamboleándose, como si en firme le faltara el compás de las olas de través. Un gran mostacho blanco, que yo recordaba gris, le vestía el rostro tostado, atravesado por las líneas pálidas de piel que se escondía al fondo de las profundas arrugas.

Relataba con voz aguardentosa, y frases saladas por las palabras del mar, sus tiempos de grumete en las campañas del bacalao en los fríos y malditos mares del Norte. Nació en Kanala; y el hambre, como a muchos, lo empujó a la cubierta de un pesquero. Hablaba de cuando se enroló como marinero en un ballenero de Bermeo; de la persecución de las bestias, con todo el trapo y el viento de popa; de los lances de los arponeros entre olas que pasarían sobre nuestro tejado. Yo, escuchaba boquiabierto. En cierta ocasión me trajo un sombrero de tres picos ilustrado con la pluma de una ave imposible; otra vez, un pequeño cuchillo con asa de nácar; y dulces pegajosos que no se podían encontrar en Bilbao. También un mono blanco y negro de los que se cuelgan de la cola y que pronto murió de diarreas.

Le gustaba que le acompañara a la Fábrica de La Estufa, junto a la iglesia de San Nicolás. “Voy a comprobar cómo me brean los cabos del nuevo aparejo y la pez del calafate, mujer. Me llevo al chico”, solía decirle a la abuela. “Ya sé lo que te gusta a ti. La uva y no la brea”, solía responderle ella mientras amasaba las bolas de harina de maíz y agua muy caliente para la comida.

El abuelo gastaba un cuarto de hora en ver los cabos, la pez y la reserva de brea. Luego caminábamos entre los huertos de La Sendeja, o por los muelles de El Arenal, hacia el convento de San Agustín, donde el río cierra su curva y se deja llevar a la ermita de San Vicente de la vecina anteiglesia Abando. Subíamos por detrás de San Agustín a alguna de las ventas o txakolís de las laderas de Begoña. Desde allí, trasegando un picher tras otro bajo el emparrado, me señalaba con el dedo el canal de navegación del río.

“Con el Santísima Trinidad cargado es preciso pasar entre ese par de estacas y las otras de este lado, hasta las que quedan más allá. Lejos del camino de sirga. De otro modo, embarrancas. Y siempre con marea alta. Una vez, el cretino de Zaldumbide, el de Portugalete, quiso entrar al puerto de Bilbao con su jabeque estibado hasta la cubierta con cueros de Burdeos. A media marea, tenía prisa. No pasó de Deusto sin abrir los fondos y regarlo todo con su mercancía. Qué gesto se le puso en esa fea cara de tuerto. Jojojoo”, me contó.

Cuando supo de estrellas del cielo del Norte y del Sur, de vientos y derrotas, de atraques y fondeos, triángulos y compases. Cuando supo escuchar los gemidos de la madera, los chillidos de los clavos y los susurros de la estopa. Cuando supo mandar a los hombres. Entonces fue cuando un armador de la Calle de Santiago le buscó para contramaestre de una goleta con apariencia de bacaladero. En aquellos días, como otros marineros, cuando pisaba en seco, él vivía en cualquier fonda de Bilbao la Vieja, allende la puente. Fue una tripulación de soldados viejos que poco conocían del bacalao y su salazón. Portaban anzuelos, cebos, barriles y anzuelos. Pero estaban armados al corso contra el inglés. La fortuna le sonrió. Los sablazos le respetaron, como las balas de cañón, las tormentas y las enfermedades.

Así fue como hizo fortuna, y, con su propio dinero, y el del inversor de la Calle de Santiago, fletó el Santísima Trinidad. Era un bergantín de 47 metros de eslora y 7,5 de manga. Arbolaba dos palos sobre su casco fino y airoso, cruzaba sus vergas en ambos mástiles, trinquete y mayor. Llevaba masteleros y mastelerillos con cofas, un largo bauprés para los foques y también estays entre los dos palos. Lucía una cangreja como mayor y otra gran vela, redonda, para engancharse a los vientos favorables. Además, en la popa y a poca distancia de los palos machos, mostraba un esnón, grueso como un botalón de ala, que envergaba la cangreja. Decían que se trataba de una de las embarcaciones más marineras de las que se abarloaban en el muelle de la Plaza Vieja, frente a la Ribera, a poco, río abajo, de la puente y San Antón.

Con un viaje a las Américas al año levantó almacén y hogar, se casó y sacó adelante a mi padre, mis tías, bien casadas ambas, una en Orduña y otra en Balmaseda, y el tío Ángel, que dicen murió en tierra de los Pampas con la tropa de Blas de Iñizkueta.

Ya era tiempo que solo completaba un viaje cada año y medio. Partía con el barco vacío. Regresaba, muchos meses después. Acudíamos todos a recibirlo. Yo veía cómo descargaban nueces de cacao, especias de las Américas y Filipinas, mantones de Manila, sedas, maderas nobles y olorosas, plata del Potosí en bruto para los orfebres de la Tendería, piedras para joyería, tabaco, plumas preciosas, pájaros nunca vistos, monos, pieles preciosas de las colonias del norte, azúcar, sal y telas. Lo traían de Cartagena de Indias, en el Virreinato de Granada.

Después de que insistiera, singladura tras singladura, en que quería ver el Santísima Trinidad por dentro, por fin, aquel año en que los Santos Juanes ocuparon la iglesia del antiguo colegio de San Gregorio, mi abuelo lo permitió. Me mandó con una nota de su puño y letra para el contramaestre, José de Gueldo. Él se quedó en las tabernas de la calle de Ronda. José supervisaba la estiba de sidra, harina, frutos secos, bizcochos, tasajo y aguardiente para levar anclas con la próxima marea. Y mucha, mucha agua dulce. Desde la cubierta, los palos parecían altísimos, infinitos, hasta el cielo. De repente, me dieron pena los gavieros. Todo crujía. Vi un pequeño cañón en proa, dos más gruesos en popa, y unas culebrinas aquí y allí. Qué frío es hierro de la artillería cuando se toca.

Hacia la sentina todo se volvía oscuro y olía a miedo. Allí, el Santísima Trinidad sonaba como un enorme cascabel. Había hierros por todas partes. Argollas. Y cadenas. “¿Qué animales cargáis aquí?”, pregunté a José. “Negros”, respondió sin un ápice de temblor en la voz.

Los compraban en la Guinea. Y los vendían en Cartagena de Indias. Después de que todo se me rompiera, el abuelo me dejó de parecer grande. Nunca más volví al Santísima Trinidad. Mi abuelo tampoco me volvió a tratar igual.