En 2003, la actriz Barbra Streisand demandó al fotógrafo Kenneth Adams y la web www.pictopia.com por violar su privacidad. El fotógrafo se encontraba sacando fotografías de la erosión que sufría la costa de California. En una de las instantáneas salía la casa de la conocida actriz. La fotografía había pasado bastante desapercibida hasta que llegó la demanda. El objetivo no era, naturalmente, violar su privacidad, sino denunciar la erosión. Sin embargo, la fotografía acabó siendo viral. Desde entonces conocemos este fenómeno de censurar algo y acabar haciéndolo más popular como el efecto Streisand.

El pasado agosto, todas las plataformas sociales de Internet más relevantes bloquearon o eliminaron la cuenta del conspiracionista norteamericano Alex Jones. YouTube, iTunes, Facebook, Twitter, Spotify y MailChimp se habían cansado de la difusión de contenidos falsos y conspiranoicos que el dueño del portal infowars.com había hecho. Defender el movimiento antivacunas, negar la llegada a la luna o los tiroteos en colegios americanos, formaban parte de los contenidos en su día a día. Vivió su propio efecto Streisand. Tras la censura, tuvo un pico máximo de popularidad en su web y de descargas de su app.

Me acordaba de ello estos días que la senadora y candidata presidencial americana Elizabeth Warren ha propuesto regular los monopolios de los cinco grandes imperios digitales: Google, Amazon, Facebook, Microsoft y Apple. Apela a su excesiva concentración de poder. Asimila el poder de estas plataformas al que en otras épocas llegaron a tener otros servicios públicos como las compañías eléctricas o ferroviarias.

He hablado en numerosas ocasiones a la responsabilidad de las mismas en nuestras sociedades. Sin embargo, no sé si me termina de convencer el enfoque que Warren propone. No creo que dividir estas compañías arregle problemas en torno al discurso del odio -como el de Alex Jones-, el sesgo de información o las fake news (por poner algún ejemplo). En un mundo tecnológico global, el enfoque tradicional jerárquico en el que las instituciones políticas y públicas regulan las compañías no sé si encaja. Unas vías o un tendido eléctrico no se pueden llevar de un país a otro fácilmente. Pero, un usuario de Facebook, puede cambiar de país en décimas de segundo.

Necesitamos el compromiso de más agentes. Y además, coordinados entre países. Por ejemplo, las sociedades civiles. Internet es un claro ejemplo de cómo asociaciones no gubernamentales pueden desarrollar grandes proyectos. Por otro lado, la ciudadanía y los consumidores debemos tener un papel activo. Hasta el momento, estas compañías han mantenido un discurso muy cercano a la libertad de expresión. De hecho, Alex Jones se ha escudado en la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos para defenderse. Las redes sociales, dice, no son más que canales de comunicación, y como tal, divulgan el contenido y ayudan a que se conserve sobre ello. Sin embargo, parece claro que sus efectos van más allá.

Por ello, necesitamos escribir un nuevo contrato social con estos gigantes digitales. Las plataformas sociales se encuentran en un callejón sin salida por la presión de muchas instituciones y países. Llevan tiempo diciendo que no permitirán la difusión de información que perjudique a la sociedad en su conjunto -fake news de gravedad, especialmente- ni que inciten al odio o la violencia. Que se puede hacer convivir la libertad de expresión con el respeto a todas las sociedades. Este tipo de situaciones en un medio de comunicación serían inconcebibles. Pero estos medios digitales son algo más parecido a las plazas públicas digitales. Han reconfigurado los espacios publicitarios precisamente porque han creado un nuevo contexto de comunicación y socialización.

Nick Clegg, responsable de relaciones públicas de Facebook, dijo recientemente que la cuestión ya no es si las redes sociales deben ser reguladas, sino cómo deben ser reguladas. Quizás debamos empezar pensando que esto no es solo cosa de los gobiernos ni que son un mero medio de comunicación.