A clienta estableció la cita a las nueve de la mañana en una dirección de Neguri. Un número y una calle, sin piso ni mano. Txetxu Ariza la apuntó en la esquina de un calendario amarillento. A las ocho, cuando sonó el despertador del móvil con el himno del Athletic en versión de MCD, el papelote garabateado esperaba sobre la mesa de la cocina salpicada de cacharros sin recoger, junto al casco desportillado y los guantes gastados. Al menos, había amanecido raso. Eso no sucede todos los días de junio en Bilbao.

El detective se regaló una ducha muy caliente, una taza de café de ayer y un pedazo de pan seco con aceite de oliva. Abrió las ventanas para que corriera el aire en la buhardilla de 2 de Mayo. El viento sur anunciaba cabezas pesadas y bocas secas. Se aseguró de tomar del cestillo de las llaves la de la persiana del taller de Kike, una grande con dos cabezas asimétricas derrotadas por el roce.

Camino a la lonja de Cortes, con su batiente rojo, blanco y sucio y el pegote de SE VENDE, se cruzó con los africanos que abrían negocios de alimentación, barbería o bazar entre animadas conversaciones. Y con los fantasmas amarillentos que se escurrían cuesta abajo en busca del vasito de metadona. El suelo brillaba, habían pasado la manguera.

En el taller chapado de Kike, demasiados meses de polvo y virutas de mil madres formaban el engrudo del tiempo al mezclarse con la bastarda película de lubricantes multigrado. Bujías quemadas, filtros pardos, bidones de lata llenos de olvido irisado, carburadores desnudos y árboles de levas deshojados. Apesta a buzo de azul de Bergara demasiado trabajado. Un teléfono de pared con tal muestrario de pardas huellas digitales que volvería loco al computador central de la mismísima Interpol; parecía un molusco extraño reptando por el tabique. Un 850 Coupé sin neumáticos ni color reconocible. Y su vieja Guzzi V7, de cuarta mano; mostraba sin pudor aquellos dos enormes cilindros asomando exuberantes por los laterales bajo el depósito repintado en antracita mate. Al arrancar sonaba como la sección de metales de la Scala de Milán en pleno ensayo para interpretar algo de los Kinks. Mmmm. Gloria pura. El bueno de Kike -amor con amor se paga- le permitió guardar la moto en la lonja "hasta la fecha en que consiga venderla". Ya se cumplen años.

Ariza dejó Bilbao por Elorrieta. Muy despacio. Sorteó ciclistas tozudos, runners flacos, lentos autobuses y algún camión de la basura rumbo a cocheras. El tráfico resultaba tan ágil como la circulación sanguínea de un arterosclerótico. Pero ese es el mejor recorrido posible junto a la ría. Muestra el cadáver vivo de una industria centenaria. Los cargaderos desmoronados, las grúas hambrientas, el hormigón descarnado y el acero enfermo de su propio óxido. Un remolcador varado iluminado por los sopletes que lo desguazan. Embarcaciones escoradas. Un velero de recreo que navega a motor mostrando rostros tostados cubiertos con gafas muy caras. Nada de botes que crucen de orilla a orilla rebosantes de compañeros de la siderurgia.

Vuelan los cormoranes corriente arriba. Como curas pequeños y flacos con sus cuellos estirados y sus sotanas lustrosas. Van en parejas. Gritan. Otros extienden las alas posados al sol sobre los cráneos pelados de los postes. A Ariza siempre le gustaron los cormoranes. De adolescente los suponía pájaros exóticos; hasta que colapsaron las fábricas. Y todo se llenó de aves distintas a las palomas y las gaviotas. Los cormoranes aletean muy cerca de la superficie, amerizan sobre el banco de peces y se sumergen a dónde nadie les ve antes de reflotar, como corchos, con la pieza temblando en el pico ganchudo.

"Al final, son investigadores. Observan los indicios, los destellos del fondo, el movimiento; y se paran. Bucean bajo las apariencias para emerger limpiamente con el caso resuelto. Maravillosos los cabrones", se dijo el detective dentro del casco. Carcajeó. Porque, en realidad, se reconocía más en los correlimos, que aprovechan las mareas bajas para caminar rápido por los lodazales que bordean la ría, calando el barro a cada palmo, y sacando gusanos e insectos de entre el fango.

La Guzzi giró hacía la izquierda cuando Las Arenas empezaba a subir hacia Algorta. Al fondo de la callecita se extendía el Abra. El número apuntado en el calendario apareció sobre el portón cerrado en medio de una tapia de sillarejo rematada en puntas de lanza y videocámaras. El portero automático, con su ojo Carl Zeiss en el centro de la botonera de aluminio respondió con un "adelante" femenino con acento ucraniano.

Aquello no era un chalé. Al fondo del jardín, como un campo de fútbol, se levantaba un palacete modernista. A su izquierda, una piscina rectangular enorme cubierta por un

invernadero de vidrio. Una cancha de frontenis. Una cochera aneja con la celosía retirada permitía desear un Range Rover blanco, un Mercedes clase C color caramelo, y un Mini

verde inglés. Todos nuevos, todos full-equip. Todos suficientemente discretos como para pasar casi desapercibidos. Eso es la elegancia. En un rincón brillaban una BMW R 1200 y una Harley Bobber. El Ferrari espera en Marbella, seguro, rumió Ariza. La escalera de acceso al porche de piedra, únicamente cuatro peldaños, asomaba rodeada por setos, frutales podados con mimo y macizos de jacintos, hortensias y rosas de distintos tamaños y colores que camuflaban la valla de seguridad. Las buganvillas reptaban aquí y allí por el mampuesto como si fueran la lencería del edificio. Un enorme portacontenedores oscilaba lento, allá en el horizonte, pidiendo atracar en el puerto de Santurtzi.

La ucraniana, toda rubia y azul, aguarda en el vestíbulo. Podía tratarse del ama de llaves. O de la guardaespaldas. "La señora le espera en el salón de té. Acompáñeme por favor". La voz metálica no la causaba el altavoz. Era así.

La señora carecía de edad. Pura clase. Zapatillas de deporte de las de vestir en los cócteles del Guggen-heim, pantalones pitillo de ante, una camiseta informal que valía más que la Guzzi y una blusa con un leve estampado de inspiración japonesa. Podía tratarse de una mujer joven con los ojos tristes y los dorsos de las manos cubiertos de pecas, o una madura con el cutis terso de una quinceañera.

—¿Te? ¿Café? ¿Un zumo? ¿Agua?

—Gracias. Ya he desayunado. Y respecto al agua, me estoy quitando.

La mujer se reclinó en un sillón de orejas. Chirrió el ante frotado con el cuero. Ariza tomó asiento al otro lado de la mesita. Detrás de la clienta, la enorme galería acristalada dejaba la bahía a la vista, como si en una gigantesca televisión estuviera emitiendo un documental sobre el Golfo de Bizkaia.

—Personas de mi confianza me han asegurado que acostumbra usted a moverse de manera eficiente y discreta, señor Ariza. Por eso le contacté. Tenemos un problema serio en casa. Mi hijo ha desaparecido. Las malas compañías, ya sabe. Le paso por wasap varios retratos y vídeos de él, fotos de su DNI, el carné de conducir, el pasaporte y un listado de clubs de los que era socio. Otro listado con nombres y dos apellidos de sus más cercanos amigos y amigas.

—Es probable que sume gastos extra a mi tarifa habitual. El dinero engrasa mecanismos y abre puertas.

—Soy consciente. Ni su padre, mi exmarido, que ha viajado a Shan-ghái en busca de proveedores de confianza para la empresa, ni yo, que me las tengo que ver estos días con esos idiotas del Consejo de Administración, contamos con demasiado tiempo extra. Por eso, contacte únicamente cuando disponga de resultados sólidos. ¿Entendido? Le firmo un cheque con el anticipo. Ahora, si me disculpa, me aguarda una videoconferencia urgente con Seattle.

Al caminar de nuevo entre los macizos de jacintos hacia la salida, el detective recordó aquellas lecturas en las que los dioses de la antigüedad siempre exigían un tributo a quienes favorecían. El dios de hoy, el del dinero, seguía haciendo lo mismo. Ariza encendió un cigarrillo antes de subirse a la Guzzi. En la bajamar, los correlimos agitaban el lodo sucio con sus picos agudos preguntando por gusanos. El barro húmedo burbujeaba ajeno al pesado viento sur.

A Ariza siempre le gustaron los cormoranes. De adolescente los suponía pájaros exóticos; hasta que colapsaron las fábricas