A puerta giratoria del café Savoy, toda vidrio, latón y madera encerada, deja pasar a los dos policías con mandíbulas de mero y pulcros uniformes azules. Acudían al aviso. Los zapatones calman su habitual paso canchero para avanzar como pingüinos cuidadosos sobre las baldosas pulimentadas del atrio del tugurio más elegante de la ciudad. Las suelas de goma les chirrían.

El revuelo se siente al fondo. Por los lavabos. Antes, junto a la barra de brillante granito negro, sobre los taburetes altos forrados de cuero claveteado, las chicas de azúcar lucen siempre interminables piernas de seda. Aquí y allá, caballeros de diente afilado y perfume de oro se creen cazadores cuando son poco más que viejos venados empecinados en la berrea equivocada. Salpicando el salón de té, grupos de señoras refugiadas tras sus estolas de marta y ocultas bajo capas de maquillaje que ni el propio Caravaggio podría disponer con más arte. Pastelitos, sandwiches de salmón, pastas, brandy y conversaciones aliñadas con arsénico.

El vuelo trabajoso de los ventiladores del techo, lacados al estilo de los jarrones chinos, dispersa con elegancia el humo de los cigarrillos que se empeña en buscar la verticalidad. Los camareros, vestidos y peinados como si fuesen pianistas, levitan sobre el suelo. Cualquiera diría que calzan zapatillas de ballet. Junto a sus bandejas doradas, todo lo ven. Nada comentan. Salvo en el callejón de atrás cuando juegan a los dados.

Los polis se sienten como un par de osos en la pista del hipódromo. Para cuando se abren paso hasta el vestíbulo de los lavabos, el estirado gerente del Savoy, un palo de escoba con corbata azul oscuro y el cráneo minuciosamente peinado hacia atrás, ya se había documentado por teléfono. El hombre habla solo.

—Debí haber verificado las credenciales. Maldita sea. Pero ¿quién va a sospechar de alguien que ha trabajado en los lavabos del Sheraton? ¿En qué mundo vivimos? Por favor€ Aquí tienen al delincuente, agentes.

Al viejo Wilbur lo sujetaban el portero del Savoy y un friegaplatos de las cocinas. El acusado no ofrece resistencia. Una jovencita hipa llorosa derrumbada sobre una banqueta. En el entorno brillan gestos de ceja levantada y nariz arrugada.

—Suelten a ese hombre. A ver, ¿qué ha pasado aquí?— escupe el más grueso de los agentes con los brazos en jarras y gesto de profesor de Secundaria.

—Es el mozo del lavabo de caballeros. Lleva años al servicio del Savoy, agentes. Lo teníamos por un profesional intachable, pero no. Resulta que esa señorita lo ha sorprendido dentro del water-close de las damas. Un indeseable, un pervertido. Qué sofoco, qué vergüenza -ametralla el gerente con su vocecita de máquina de escribir alemana.

El otro uniformado, el que lo apunta todo en un bloc minúsculo con un lápiz enano, se acerca a la chica asustada. Pregunta con un gesto inquisitivo que subraya levantando la barbilla. La muchacha habla como quien ha dormido mal demasiados días seguidos, con las palabras enlazadas, sin inflexiones.

—He ido a retocarme las pestañas y a estirarme las medias. Ya sabe. El tipo estaba ahí, en medio, agachado como si buscara objetos ocultos. Se ha asustado. Ha tirado algo a uno de los retretes y ha pulsado la cisterna. Me ha rogado que no dijera nada y ha escapado corriendo a la zona de caballeros. Pero he salido temblando y medio mareada por la impresión. Me han preguntado. Estoy muy nerviosa. ¿Qué hacía ese viejo en el lavabo de señoras?

Wilbur calla y se mantiene impertérrito. Parece que todo aquello nada tiene que ver con él. Es un varón reseco. Rebasa seguro los sesenta años. Huele a talco. Observa con unos ojos muy azules que podrían ser grises. Sus manos, proporcionadas, han sido cuidadas con mimo: ninguna dureza, la piel fina y las uñas perfectas. Zapatos negros muy brillantes. Terno de servicio planchado con mimo. Las canas cortadas a navaja y el rostro intachablemente rasurado. Se da hidratante.

—En el Sheraton le echaron por lo mismo en el 54. Los del restaurante Roxy también lo pillaron en un reservado de mujeres en el 42. Del hotel Montecarlo lo pusieron de patitas en la calle por la denuncia de una casada en el 37. Acabo de hablar por teléfono con mis colegas de los tres lugares. Qué descuido. Llévenselo de aquí, por favor. Su presencia me ofende -ladra el gerente palo de escoba.

El sospechoso de acciones impropias en la zona de señoras es el mozo del lavabo de caballeros. Wilbur dispone las toallitas calientes en las bandejas de plata junto a la grifería. Repone los rollos de papel. Usa la escobilla. Cepilla las chaquetas de los señores. Les pregunta si desean agua de colonia, hilo dental o cuchillas de afeitar. En el universo de los lavabos masculinos todos saben que así es como se denomina a los preservativos. Wilbur sonríe, calla, recoge los níqueles de propina y se los guarda en los bolsillos. En ocasiones, algunos señores piden lustrarse los zapatos. Wilbur tiene su propia caja de betunes. Desde adolescente, ha trabajado como mozo de lavabo. Es el mejor. Es discreto. No fuma. Apenas bebe. Conoce todas las miserias de los señores del barrio alto.

La chica firma su denuncia. Deciden que se trata de acoso. El gerente palo de escoba rubrica otra por robo. Susan, la asistente del lavabo de damas, regresa en ese momento. Ha ido a tomarse un respiro y una cerveza a la azotea. Wilbur siempre se presta a cubrir su ausencia con discreción. Él mismo se lo propuso. No entraría dentro si había señoras, pero estaría atento a las tareas básicas.

Los polis abandonan el Savoy con Wilbur sujeto por los codos. Le conducen a la habitación de su pensión para que recoja un cepillo de dientes, el pijama y unas zapatillas. Le harán falta hasta que el juez decida. No paran de interrogarle de camino en el coche patrulla. ¿Qué pintaba dentro del lavabo de señoras? ¿Qué robaba? Si era un vicioso mirón lo iba a pasar mal en los calabozos. Los presos se enteran de todo. Wilbur no despega los labios.

Al encender la luz de la habitación del detenido, todo queda claro de repente. Los agentes observan las paredes con la boca abierta. Aflojan los codos de Wilbur. No resta un solo centímetro cuadrado de pared a la vista. Enmarcados y cubiertos de cristal, pedacitos de papel de distinto tipo, telas y hasta pañuelos de seda. Cada uno con su anotación. Algunos con poesías fechadas. Son marcas de lápiz de labios. Carmesí. Morado. Granate. Naranja. Violeta casi negro. Cereza. Labios gruesos, fruncidos, abiertos, finos, carnosos, delicados, excesivos. Miles.

—Ellas siempre se dan de más. Y luego lo rebajan besando un papel o un tisú. Después lo dejan en cualquier parte. Hasta en la papelera. A mí me encantan. A menudo hasta conservan un poco del perfume- suspira Wilbur.

El agente corpulento completa su atestado. Tiene curiosidad por saber qué hará el juez con un ladrón de besos.