ARECÍA que los escupieran en llamas desde lo más alto de Jata o Sollube. Aviones humeantes.

Decían los mayores que aquellos chismes venían del mar. Las olas se veían si te ponías de puntillas en la cima de las colinas. O también señalaban que podían tener origen más allá de la raya con Francia. Hasta esa línea no alcanzaba la mirada. El pequeño Javier lo intentaba entrecerrando los ojos hacia el Este, colocándose las manos en la cara como si sujetara unos binoculares y haciendo fuerza con los párpados.

Los chicos del Valle, los que vivían en las casas de al lado de la carretera o en los caseríos desperdigados junto a los arroyos y el río, habían aprendido, con los meses, a distinguir las máquinas por el sonido. Mucho antes de que las siluetas surcaran el cielo, diferenciaban sin problema el ronroneo elegante de los motores Rolls & Royce del petardeo poderoso de los BMW o el ronquido mecánico de los Daimler-Benz. Era raro que se equivocaran. O que se tratara de otro tipo de aeroplano. A veces, ocurría. Sorprendía un cacharro francés. Llamaba la atención algún invento volador de los italianos. Nada americano. Los mayores susurraban que los yanquis construían unos trastos increíbles. Alguno, a lo bajini, y sin atreverse a repetirlo, musitaba que los soviéticos, esos sí que sabían fabricarlo todo y que ya estaban en ello; después se alejaba escurriéndose rápido.

Javier había nacido con la Guerra Civil. Y, hasta el momento, no conocía la paz. Porque en Francia y al otro lado del mar, la guerra seguía. Por lo que se comentaba bajo los plataneros de la Plaza, Francia debió ser un país en el que resultaba sencillo encontrar comida y medicinas, gente elegante, tabaco, carteles de colores y motocicletas. Pero ya no.

Él era un chaval a punto de cumplir cinco años, con las extremidades largas y huesudas, los ojos muy grandes y el cabello tupido, rizado, brillante como el carbón mojado. Siempre vestía un jersey a marrón con rayas horizontales de color vainilla y unos pantalones de franela gris. Su madre se ganaba la vida como costurera, quizá por eso jamás cuidó los patrones que cortaba para su hijo mayor, que permanentemente vestía ropa demasiado grande y calzaba zapatos demasiado pequeños.

Broom. Primero se sentía un zumbido en el cielo, a veces agudo; después, algo como el crujido de las ruedas de cientos de carros de bueyes rodando sobre el empedrado; por fin, el estruendo de las explosiones en el corazón de los motores. "Es un doce cilindros alemán", aventuraba el del Molino; "Un Rolls, dos Rolls€ un trimotor inglés", contradecía el de La Arboleda.

Se podía tratar de un Dornier, con su brillante morro acristalado, cojo de un ala, tartamudo, escupiendo bocanadas de vaho de luto. Aquellos Dornier heridos, que despegaran como águilas orgullosas, comparecían entre las nubes del Valle como faisanes tiroteados, torpes, describiendo semicírculos asimétricos, perdiendo y recuperando altura alternativamente. Agonizantes, en medio de hemorragias de lubricante; ya solo luchaban contra la ley de la gravedad, que no concede armisticios.

Cuando no un Dornier, asomaba un Messerschmitt, veloz, agudo igual que una flecha rota, aunque con catarro en el pecho, fallo en los pistones, depósitos secos y el fuselaje con más agujeros que la tapia del camposanto. Se elevaba en un ángulo de setenta grados hacia el sol, justo antes de desplomarse girando sobre sí mismo en medio de un silbido extraño e interminable.

Los chicos del Valle analizaban las evoluciones de los aviones con enorme interés, correteando en grupo y cruzándose valiosas apuestas consistentes en trozos de pan y onzas de chocolate. A pesar de aquella desmedida atención, las naves no les interesaban. Sabían que resultaban peligrosas. Y que los de Gobernación no toleraban que se expoliaran los restos.

Así se sucedían los días en el mundo del pequeño Javier. Un universo de posguerra con batallas más allá del horizonte. Ese mundo que olía a tocino viejo, grasa quemada, ricino y harina escondida, en el que reinaba un invierno perpetuo.

La única constancia de que algo terrible había sucedido poco tiempo atrás la daban las cuerdas de presos. A veces transitaban antes del amanecer por la carretera arrugada. Se los veía moviéndose en pelotón, con el pasito corto, vigilados por guardas con correajes y armas. Los prisioneros mostraban la misma piel cenicienta, ojos sin lágrimas y cabello sucio echado hacia atrás. Se cubrían con restos de mil uniformes zurcidos con retales de olvido. En ocasiones, Javier alcanzaba a distinguirlos. Solo los escuchaba pasar desde su habitación, como una procesión de aparecidos, entre pisadas amortiguadas y tintineos sordos.

Esos debían ser los perdedores. Pero los aviones, ay, eran otra cosa. Lo bueno de los aviones, lo mejor, era que las tripulaciones saltaban al adivinar que ya sobrevolaban firme y habían dejado tras la cola las olas heladas. Uno o dos puntitos oscuros que bajaban veloces hasta que, plop, se abrían los paracaídas blancos. En ese momento, los chicos gritaban de alegría. La nave condenada solía insistir en su rumbo ciego, destinado al naufragio en tierra.

La tripulación descendía muy despacio. Pendían de sus pompas de tela fina que flotaban a merced de unos vientos que los chicos conocían mejor que los libros. Irá hacia el bosque del Estanque. Hacia la Torre. Por la Herrería. Más allá de los huertos del Cestero. Al lado de la aldea de San Martín. Esas frases se intercambiaban al trote.

Los chicos corrían en manada al punto previsto de toma de tierra. El pequeño Javier no lograba seguirlos. Los otros eran grandes, fuertes, rápidos y ambiciosos. Cuando él alcanzaba el escenario, los tripulantes siempre habían carecido de suerte. Habían chocado contra el roquedal. O se habían precipitado sobre una pila de ladrillos y tejas. O se habían enganchado en la rama de un árbol alto y, así volteados, habían aterrizado sobre su propio cráneo. Un infortunio recurrente.

Los chicos se repartían, veloces, la seda de los paracaídas, las botas y las cazadoras de cuero de los tripulantes desgraciadamente finados, además del dinero extranjero, los relojes, brújulas y cualquier objeto de valor. Con el botín caído del cielo, ganaban buenas perras en el mercado negro; todo hacía falta en casa. Las armas, papeles e identificaciones permanecían en el lugar. Una o dos horas después, se presentaban los inspectores de Gobernación para ocuparse de los cuerpos. Solo tomaban represalias si notaban la ausencia de pistolas, mapas o documentos.

Al pequeño Javier jamás le extrañó que ni una sola vez se dieran casos de supervivientes. Ni que los pilotos que se libraban de sufrir gravísimas fracturas fruto de la mala caída, hubieran fallecido, sin excepciones, como resultado de desdichados golpes en el cráneo o ahogados en las aguas poco profundas del estanque o el río.

Así de raro era aquel mundo.

(A Javier Gamboa Iruretagoyena, que alcanzó ese objetivo que la vida reserva únicamente a los elegidos: el de ser un hombre bueno).