través de un mensaje de whatsapp me enteré de que Ida Monteverdi había dejado un paquete para mí.

“Estimado doctor Sabater, la difunta tía Ida me encargó comunicarle que tenía guardado algo para usted. Puede pasar a recogerlo cuando considere oportuno. Contacte por este número”.

Pensé en los arcángeles. Y en Mercurio con su caduceo. Hasta los medium pasaron por mi mente. Me reí. Hoy, las divinidades usarían la mensajería instantánea. Incluido Telegram. Así es como nos llegan ahora los mismísimos deseos de los muertos. Nada de aparatosas apariciones translúcidas en el ventanal. Nada de zarzas ardiendo. A lo sumo, un mail. O un privado de Twitter.

El de Ida Monteverdi fue un caso que traté durante años. Puede que a lo largo de dos décadas. Desde que ella cumplió los veinte hasta que decidió dejarse ir. Jamás llegué a verla en persona. Me centré en una intensa terapia telefónica. Nunca textos escritos. Ella los desmenuzaba hasta el mínimo detalle, obsesivamente; una coma ausente o en posición indebida podía causar retrocesos, desconfianza y hasta la rotura del canal de comunicación. Así sucedió al principio en un par de ocasiones. Me costó demasiadas horas de paciente conversación restaurar nuestra relación terapeuta-paciente. No estaba dispuesto a transitar de nuevo por ese proceso. Así que nos centramos en la charla telefónica. En momentos de crisis aguda dedicaba hasta dos horas diarias a esta paciente tan especial.

Ida padecía un trauma severo. Se trataba de la única hija de un matrimonio de buena posición: un arquitecto y una maestra de las finanzas. El problema de su niña los desecó. Mi recuerdo de la madre de Ida cuando me visitó para supervisar mi contratación es el de un elegante pergamino con tacones y tintineantes pulseras. En la cara del padre brillaban dos ojos muy negros, perpetuos náufragos en un mar de canas. Aquellas dos personas sobrevivían tratando de flotar en una salmuera de angustia y reproches cíclicos.

“Mi niña no soporta que la observen. Ni poner un pie en la calle. Vive sin visitas, ni espejos. Odia su rostro. Aborrece su cuerpo”, me expuso la madre. “Le ocurre desde muy chiquita. Nos vimos obligados a sacarla del parvulario. Quizá por culpa del resto de los niños. La mayoría son peor que bestezuelas crueles que ignoran las consecuencias de sus actos”, abundó el padre.

Accedí a las particulares condiciones de la terapia. Puede que por curiosidad. Puede que por prurito profesional. Con el paso del tiempo caí en la cuenta de que, en realidad, ella me psicoanalizaba a mí. La dejé hacer. Así se entretenía. Y mantenía un centro de interés fuera de su propio dolor.

La voz de Ida sonaba siempre con el timbre perfecto. Femenina. Auténtica. Personal. Tejía discursos tersos, firmes y prolongados. Le gustaba divagar, pero siempre conocía el destino preciso en el que desembocaba el vagabundeo intelectual. Mostraba interés por la filosofía, las religiones, la biología, la física. Ida era un manantial. A menudo, una cascada.

Cuando gané, o rescaté, su confianza, me habló de la malformación. Algo terrible ensombrecía no solo su rostro, sino todo su cuerpo. A veces se centraba en la náusea que le generaba la desagradable textura de su piel. Otras, el desasosiego que le generaban las obtusas proporciones de sus extremidades o el repelente tacto de su cabello. Yo trataba de derivar el curso de las palabras hacia otros lugares en el momento en el que sentía que comenzaba la tortura. Si abundaba por adivinar posibles salidas al trauma, la sedación se convertía en la consecuencia inexorable.

No resultaba infrecuente que me sorprendiera a mí mismo tratando de imaginar a Ida Monteverdi. Un cutis escamoso, salpicado de eccemas. Cabello grueso y crespo, seguramente de un castaño desleído. Una nariz ganchuda. Quizá un bastón, sujeto por una mano retorcida, que ayuda a sostener el caminar renco.

“Conozco el efecto que mi presencia produce en las personas, doctor. Son incapaces de dejar de mirarme. Les causo un temor animal. Nadie reacciona, les invade el pasmo. Si me acercara a alguien y le exigiera que se arrodillara, lo haría al momento. Lo sé perfectamente. Me odio. Nunca viviré como los demás”, me dijo entre sollozos antes de que decidiera abandonarse definitivamente. Mis postreros intentos dieron con el vacío. Se apagó lenta e inexorablemente.

Alimentó mi vanidad que Ida Monteverdi me hubiera reservado una línea en su legado. Me cité con la apenada sobrina. Y me presenté en la finca del centro de la ciudad que ocupaba aquella dirección. Un edificio de principios del siglo XX con ecos parisinos, portal todo mármol, hierro forjado y maderas nobles. El piso principal era el que ocupaba mi desafortunada paciente.

En el recibidor, la sobrina me entregó sin ceremonias una caja de madera de cedro. La cerraba un pestillo de latón. Una nota manuscrita y firmada por Ida Monteverdi decía “Usted lo sabrá apreciar”. Levanté la tapa y toqué el interior forrado de terciopelo. Y comprendí lo que durante años fui incapaz.

Una foto en blanco y negro. Un retrato de cuerpo entero. Una joven descalza, con una camiseta de algodón de manga corta y un tejano gastado. El cabello suelto. Nunca vi nada parecido. Era una mujer de una belleza perfecta. Espantosamente hermosa. Podría haberme quedado con la instantánea en la mano durante horas. “Es la tía”, señaló su sobrina.

La caja guardaba una primera edición de La Belle et la Bête, obra de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve, impresa en París en 1741. Escrita en la solapa, otra nota de Ida Monteverdi.

La Bella es el verdadero monstruo, doctor. La auténtica Bestia. Nadie comprende que lo que llaman belleza solo es un tipo de malformación, quizá la más cruel de todas, que impide la vida normal y la relación con los demás. Lo toman por una bendición cuando se trata de un castigo desproporcionado. Hasta siempre, doctor”.

Cerré el libro, la caja y la puerta. Di gracias por la vulgaridad.