A tarde se ablanda bajo el sol, que evapora hasta los pensamientos. Es como si cada cual se encontrara frente a la puerta abierta del horno de la panadería. Una de esas puertas de hierro colado, renegrida, con sus letras mayúsculas en relieve y un termómetro estropeado metido en la inútil esfera de cristal.

El calor parece un sudario invisible que todo lo envuelve. El perro, mestizo y flaco, tumbado sobre un costado bajo la sombra estrecha de una tapia, respira sin abrir los ojos, la lengua fuera de su boca como el pañuelo del presidente en la plaza de toros concediendo la oreja, mueve la cola espasmódicamente con la esperanza de comunicar a las moscas que aún no ha muerto.

Los algarrobos mantienen un verde insultante en sus hojas. Por estas fechas comienzan a preñárseles las ramas de vainas que se irán abultando y oscureciendo. Huele a algo dulce que empieza a pudrirse. Resulta difícil de concretar. Los algarrobos retuercen sus troncos cubiertos de costras de corteza. Invisibles, las cigarras cantan. Rasgan su retreta trabajosa, trémula e imprecisa. Uno jamás llega a distinguir en cuál de los árboles frotan el arco de sus violines rotos. Al acercarse siempre suenan más adelante, o quizá un poco a la derecha. Tras dos pasos, cantan a la espalda.

El moscardón, negro con coraza de un azul tornasolado, se eleva. Busca un resquicio. La sombra de un asno. Vuela pesadamente, como si la conciencia le lastrara las alas. Necesita un lugar fresco. Y carne.

Zumban los fatigados ventiladores más allá de las ventanas. Amasan un aire tan pesado y húmedo como el aliento de un dragón. Los tábanos emprenden batallas singulares contra las cuentas de colores que se alinean formando ruidosas cortinas a la entrada de las casas.

Una gallina cloquea bajo el limonero de corral con la boca muy abierta y los ojos entrecerrados. Las lagartijas compiten por las tapias corriendo en zigzag entre el leve rasgueo de las pequeñas garras sobre la piedra.

Caiga donde caiga, el agua se evapora al instante y la superficie en cuestión se seca ante los ojos de quien observe. En alguna televisión sedienta un ciclista holandés de nombre impronunciable acaba de ganar la etapa del día en el Tour. El comentarista encadena tópicos y lugares comunes como si el mundo se fuera acabar en ese momento. La erres se le funden, igual que el asfalto de los caminos, y se transforman en ges líquidas.

El hombre del cabello negro y grasiento muy peinado hacia atrás, dormita con la cabeza apoyada en el tapete de ganchillo que cubre la mesa camilla. Suda. Intenta no babear. Lo mismo que todos los días, ha luchado por mantener la consciencia para cavilar en la resolución de sus problemas. Pero ni modo. La sofoquina. La escudilla de morteruelo. Los tres vasos de tinto la manchuela. No hay cristiano que escape al sopor. Las migas de pan se le están pegando en la frente. Acaba de soltar un ronquido con poca gana. Viste una camiseta de tirantes y un pantalón de pinza larga, muy flojo, sostenido por un ajado cinturón fino de cuero al que le sobran dos palmos de largo. Ha dejado a un lado los zapatos marrones de rejilla.

El moscardón atraviesa renqueante el fielato de la contraventana y se adentra en la humilde salita de paredes encaladas. Aquí y allá, la lámina de cal muestra bubas rígidas. Del retorcido cordón eléctrico, que se pierde en el infinito, pende una bombilla muda. El moscardón se lanza, temerario o desesperado, a la umbría de la habitación. El hombre respira entre silbidos. El ciclista holandés recibe un ramo de flores que lanza al público. El moscardón camina sobre la nariz del hombre.

Cada vez que mueve la cabeza y lanza un juramento, el insecto emprende un vuelo errático y ruidoso. Lo hace solo para regresar al mismo rostro. Aterriza como un Chinook. Explora la frente. Tantea un pómulo. Olisquea un párpado. Se frota las patitas. ¿Está pensando?

—¡La Virgeeeeeen con el jodido moscardón!

El hombre se palmotea la cara. Se incorpora de un salto. El moscardón levita con esfuerzo. Ronronea. Suena como la vieja 4L del panadero. El hombre, encendido por la ira, lanza zarpazos al aire como un gorila loco. El insecto siempre escapa por poco. Alcanza a rozarlo en cada intento. Encelado, toma un viejo trapo de cocina. Tira latigazos. Resuenan las paredes. El moscardón se acerca al techo. Camina invertido por las molduras que el humo del tabaco ha amarilleado. El hombre blasfema. Se sube a la mesa camilla. Esgrime el trapo y hace restallar uno de los vértices junto al insecto. El bicho se aleja ligeramente. Se deja caer, borbotea ante los ojos del hombre y sube de nuevo. Más manoteos, zarpazos, brazadas. El bicho, paseando invertido, se distancia una nueva pulgada.

La persecución se mantiene hasta que el tapete resbala bajo los pies descalzos. La mesa camilla oscila. El hombre patalea sobre esa barquichuela de secano. El mueble baila hasta descoyuntarse bajo el peso que soporta.

Todo retorna a la calma con dos crujidos. La mesa por un lado. El cuello del hombre por otro. Muy parecidos. Y separados por una fracción de segundo. El moscardón baja exento de gracilidad. Explora la cara. Deposita sus huevos bajo el párpado del cadáver. Vuela agonizante. Le queda muy poco tiempo. Necesitaba carne. Se la jugó a una carta. Y salió bien.

Una vecina llamará a la Guardia Civil. La investigación descartará el suicidio. Un trágico accidente, asegurarán el forense y la prensa local. ¿Cómo pensar en un asesinato?

Caiga donde caiga, el agua se evapora al instante y la superficie en cuestión se seca ante los ojos de quien observe