La planta 25 era completamente diáfana. Solo contaba con una enorme mesa de madera de haya, con delicadas incrustaciones de raíz de roble, rodeada por 15 sillas del mismo material, sin tapicería ni cojín. Una de las sillas, la que ocupaba el lado plano de la larga mesa de forma ahusada, parecía más ancha y más alta, con respaldo más trabajado. Se trataba del asiento del consejero delegado. Brillaban tantos vasos como sillas. Así como las seis botellas de agua muy fría distribuidas sobre el tablero. Temblorosas gotitas se condensaban en la superficie del cristal.

La ausencia de cortinas producía la sensación de que cada Consejo se celebraba en el cielo, con la ciudad a los pies. Los vehículos transitaban por las calles como cochecitos del scalextric. Las personas no iban más allá de puntitos coloridos que se movían aleatoriamente; recordaban bacterias miradas en el microscopio. De repente, un camión de reparto, grande y amarillo, estacionaba de manera extraña. Y una ambulancia refulgía al final de la avenida. Aunque hubiera pasado a un metro de la sala no hubieran sido capaces de escuchar la sirena. La planta había sido insonorizada a conciencia. El aire acondicionado funcionaba a la perfección. Nadie sudaba, nadie sentía frío. Lo cierto es que ninguna de las personas que se sentaban en aquella mesa se hubiera atrevido a sudar o a temblar. O mejor dicho, solo una.

El consejero delegado era un hombre de edad imposible de determinar, con el cabello canoso cortado a navaja y la barba, a punto de blanquear, muy cuidada. Ligeramente moreno, quizá aficionado a practicar algún tipo de deporte de fondo, no muy alto. Vestía un traje negro de seis mil euros, sin corbata, con una camisa de un extraño azul claro, calcetines negros prácticamente translúcidos y unos zapatos de cuerdas que parecían guantes. Olía a perfume de 350 euros y no portaba móvil, ni reloj, ni bolígrafo, ni dinero en metálico. A pesar de que el resto de miembros del Consejo intentaban que resultara distinto, tras diez minutos de reunión, solo olía a un perfume en la sala del cielo.

Todos conocían las normas básicas: prohibidos los teléfonos, prohibido tomar notas, prohibido salir hasta que se levante la sesión. Atención total. Confidencialidad absoluta. Se sentaron después de que lo hiciera el consejero delegado, que arrancó su discurso tras un saludo inaudible y mordido. La voz, que carecía de acento, poseía la vibración de un látigo de acero.

—Desde el próximo lunes cambiaremos la política de comunicación de la corporación. Me he cansado de las fake news que nos acosan. Estoy harto de poner en práctica estrategias de proactividad y discurso responsable.

Calló. Disfrutaba con el efecto de sus palabras en aquellos hombres que presumían de poderosos una vez que salían de la sala en que se encontraban. La mayoría habían aprendido a permanecer inexpresivos.

—Así que contraatacaremos sin descanso. Sin dejar pasar ni una. Acusaremos de falsedad a quienes nos pongan en solfa, amenazaremos con demandas, acudiremos a los tribunales con brigadas de abogados, desacreditaremos a los portavoces o directivos de la competencia. Promoveremos campañas con medias verdades y mentiras completas. Agitaremos las redes sociales. Lo que considere necesario, incluidas falsas encuestas y estudios científicos trampeados. ¿Qué les parece?

Golpeó la madera de haya con el puño mientras apretaba los dientes con gesto enérgico. Esa dentadura no tenía precio. Todos callaron. Prudencia máxima era la norma básica no escrita.

—De este modo, he calculado que en el plazo de un año nadie podrá distinguir la verdad de la mentira en nuestro sector. Dará lo mismo encontrarse en posesión de lo cierto que no. La verdad provocará las mismas reacciones que una falsedad grosera. Y viceversa. Eso nos ahorrará el esfuerzo de establecer discursos lógicos y razonables que argumenten nuestros movimientos y acciones. A larga, aliviaremos dinero y recursos, que es lo que esperan nuestros accionistas. Ellos quieren que sus títulos y acciones generen más dividendos. Y para eso trabajamos nosotros.

El embriagador aroma a cedro y ámbar del perfume de quien mandaba lo cubría todo desde hacía rato. Delicado, dominante. Al fondo de la mesa se levantó una mano rematada por un anticuado gemelo de plata con iniciales grabadas. El jefe le concedió la palabra.

—Señor consejero delegado, con todos los respetos y si me lo permite, eso último que ha dicho es mentira. Una falsedad como un piano.

Brotó un murmullo sordo y huidizo. El consejero delegado lo interrumpió con una sonora carcajada. Señaló con el índice de su mano derecha al de los gemelos de plata.

—¡Bravo! ¡Muy bueno! Veo que has pillado perfectamente la filosofía, la esencia de los nuevos tiempos. Un ejemplo, señores. Todo un ejemplo. Aprendan de él.

El hombre bajó la mano del gemelo lentamente. Esbozó una sonrisa perpleja.

—Desde el lunes, la verdad será lo que a nosotros nos interese. Y punto. Avisen a sus respectivas áreas de los cambios. Pónganse las pilas.

El consejero delegado salió por la puerta del fondo sin despedirse. El helicóptero atronaba en el cielo antes de que el resto hubieran abandonado la sala del cielo. Dentro aún olía a cedro y ámbar. "Te la has jugado, macho", le susurró un compañero al de los gemelos de plata. Sudaba.