A gente que espera al autobús hace cola. Ordenada. Prudente. Miran sus móviles. Leen la prensa. Una mujer mayor ojea un libro. Todos mantienen la distancia preventiva de dos metros entre sí. Llevan los bozales que prescribe el protocolo. Y los guantes claveteados.

Aún hace frío, como si cayera rocío en el centro de la ciudad. Son las siete de la mañana. El cielo muestra un azul de catálogo. Anuncia un gran día de sol. Los trabajadores de las oficinas de la zona financiera caminan con el paso apretado, el maletín en la mano, embutidos en sus trajes grises; aún choca que se tapen la boca. Los mismo que las mujeres de zapato de tacón, medía de cristal y falda plisada.

El transporte colectivo no tardará. Dos chicos hablan alto para salvar la separación y vencer el ronroneo de los motores y los bocinazos de los vehículos que se agolpan en los semáforos de la enorme rotonda que funciona como válvula mitral del distrito.

—Me encanta sentir esto de nuevo: la ciudad, tipos con prisa, chavalas que se miran en los escaparates. Bhuu. Tío, creía que nunca se recuperaría la normalidad. ¿Dónde curras ahora?

—En el mantenimiento de una embotelladora de refrescos. A cinco relevos. Ya ves. Estoy a prueba desde hace dos meses. ¿Qué quieres? ¡Hay que ganarse la vida, tú! A ver si me prorrogan el contrato, macho, que ando tieso como un jugador de los del futbolín.

—Que sí. Seguro. Eres cumplidor. Yo, en cuanto se pueda volver a viajar sin visados ni pasaportes sanitarios, me pego un voltio por Europa. Junto cuatro duros, y aunque sea en tren. A lo barato. Camping y pensiones. Certificadas, eso sí.

—Ya me gustaría a mí. Pero entre que no tengo un clavo y que la cosa está todavía que no se sabe...

—Eso es verdad. ¿Te acuerdas de cuando empezó la pandemia?

—¡Hombre! Primero que si pasaba algo raro en casa Cristo de China. Después, que no revestía tanta gravedad. Luego que sí. Los contagios masivos. Las cuarentenas y confinamientos. El estado de alarma. Los cierres de fronteras. Una pasada.

—A mí no se me quitan de la cabeza los hospitales improvisados, las famosas arcas de Noé. Los cadáveres. Esas filas de ataúdes manejados con retroexcavadoras. Pffu, se me ponen los pelos de punta, macho.

—Ya te digo. Pero lo peor de todo han sido los rebrotes. Salieron en la tele jurando que en tres meses habíamos doblado el pico de contagios y que el tema estaba controlado. ¡Eh! Rebrote a los cinco meses. Rebrote a los siete meses.

—Ahora vamos para un año. Y las últimas semanas han sido tranquilas. Bajan los infectados a saco.

—Ya, ya. ¿Qué esperan para lo de la vacuna? Hasta que no se vacune todo Dios€

—Por lo que he visto en las noticias ya la tienen. La están peinando.

El moreno se rió. El más alto de los dos guiñó un ojo al otro para dar por cerrada la conversación. El enorme autobús azul articulado maniobraba ya, a su hora, para recoger al personal. La cola se agitó como por simpatía con el temblor del vehículo al quedarse al ralentí.

¡Las puertas centrales se abrieron con un bufido y se apeó la operadora de temperatura junto a los dos militares que la escoltaban. A la chica, menuda, con la melena rubia recogida en una cola de caballo, casi no se la veía tras el Equipo de Protección Individual. Manejaba un pequeño lector de temperatura corporal con tecnología de infrarrojos.

Debía chequear la temperatura de todo el mundo. Una vez dentro, los pasajeros se sentarían dejando una asiento libre a izquierda y derecha, detrás y delante. Por supuesto, sin acercarse a la barrera de metacrilato que aislaba al conductor.

La señora del libro dio 36,3 grados. El muchacho de la mochila, 35,7. El hombre del diario, 37,1. Alguien susurró que, de repente, olía a cloaca. Los militares se tensaron y escrutaron la cola con su miradas. La operadora de temperatura detuvo al joven que quería viajar por Europa: "El chisme dice que tienes fiebre. Como 38,7. Espera, que pongo el aparato a cero y te miro otra vez. 38,4. No puedes subir. Manda un sms con tu filiación al Centro de Control del Contagio y mantente en aislamiento domiciliario hasta nueva orden. Si no puedes, te ofrecerán un refugio alternativo cuando contacten contigo. Tranquilo. Lo más probable es que se trate de anginas o una muela. Siguiente". El lector de infrarrojos remitió automáticamente los datos al CCC.

El chico dejó la cola con gesto de preocupación. Su amigo le lanzó un signo de ánimo con la mano. La mujer pelirroja dio 35,9. El anciano de las gafas, 36,7. El flaco de la capucha, 14,1.

"Un momento ¡14,1!", espetó la controladora poniendo la mano en el pecho del hombre. Nada latía allí dentro. Él la sujetó por el cuello y trató de morderla. A pesar de lo descoordinado del movimiento, lo hubiera conseguido si no fuera por el bozal, a no ser que ella hubiera interpuesto los guantes claveteados.

"¡Zombi!", gritaron todos sin perder la calma mientras se alejaban un paso. Los militares usaron los lazos de mango rígido con maestría para inmovilizar al infectado, que gruñía de un modo extraño y trataba de morder lo que fuera. La controladora pidió un transporte seguro urgente. La ambulancia-jaula se presentó en dos minutos. Se llevaron al zombi.

El hombre grueso dio 37,0. La madre y la niña, 35,8 y 36,5. El autobús arrancó con un pequeño retraso que recuperaría yendo un poco más rápido durante el recorrido. Los rayos del sol empezaron a reflejarse en los vidrios de las torres ocupadas por despachos, bufetes y estudios.

—Parece que viene otro rebrote, murmuró la mujer del libro.

Nadie le respondió. El conductor subió el volumen de la música.