ES una de las palabras de la historia de Internet: cookies. Y estos días, que tanto nos estamos preocupando por todo lo que estamos haciendo en la distancia remota, vuelve a estar en el foco de atención.

Podríamos traducir el término como “galletita”. Sin embargo, me parece bastante desafortunado para describir lo que realmente son. Y el desconocimiento de lo que aportan sigue siendo, más de veinticinco años después -nacieron en 1994-, bastante desconocidos. Una cookie es básicamente un archivo que crea una web para guardar una serie de datos. Son datos que generamos cuando visitamos una web. Es lo que permite que no tengamos que estar, por ejemplo, constantemente metiendo la contraseña cuando accedemos al correo o a Facebook. De esta manera, al estar identificados, la próxima vez que visitemos una web, sabe quiénes somos y nos personaliza nuestro contenido. Es cómodo, ¿verdad?

Hay bastantes tipos de cookies: las de sesión (se borran cuando cierras el navegador); las persistentes (las que se almacenan entre sesión y sesión para guardar tu comportamiento constantemente); las zombies (que no dependen de un navegador), etc. También las podemos clasificar por la finalidad que persiguen: personalizar (idioma, navegador, etc.); vender publicidad (para que el dueño de la web pueda gestionar sus espacios publicitarios); crear perfiles de comportamiento del usuario (a partir de su navegación), etc. Estas últimas son quizás las que, con los años, más polémica han ido generando.

Y es que las de comportamiento son cookies que pueden recolectar datos como las páginas que hemos visitado, nuestra dirección de acceso, los datos de identificación, etc. Esto se volvió especialmente preocupante para los reguladores cuando se vivió el auge de lo que se llamaron las cookies de terceros (que ahora mismo son una mayoría considerable). Esto es, cuando se dieron cuenta que los archivos de datos que gestiona una web -cookies- no han sido solo creados por ella misma, sino que se han podido adquirir a una tercera. En otras palabras: que cuando una persona visita mi web, puedo llegar a conocer lo que le puede interesar de lo que le ofrezco habiéndole comprado su perfil de comportamiento a un tercero.

Es en este punto donde cobra sentido preguntarse por el verdadero valor de las cookies. Porque, naturalmente, forma parte de nuestras decisiones de comportamiento web: cederlas, no cederlas, aceptarlo, no aceptarlo, etc. Existen ya varios trabajos académicos que ponen precio a lo que pueden llegar a perder las webs de no tener nuestras cookies. Johnson, Shriver & Du (2019) y Ravichandran & Korula (2019) estiman que cerca de un 50% de eficiencia en las acciones de comercialización se podría perder sin ellas. Beales & Eisenach (2014) y Goldfarb & Tucker (2011) -son trabajos más antiguos, pero en la misma línea- lo estiman por encima del 60%. Más allá de los guarismos, parece evidente que para las webs es vital conocer cómo nos comportamos y qué hacemos en Internet. Es bastante lógico pensar que con esas cookies podrán predecir mejor lo que haremos, especialmente en términos de compra. Y, con ello, sabrán qué compraremos y cómo lo haremos. Así, podrán ofrecernos algo de descuento (si tienen más dudas) o no hacerlo (porque saben que seremos poco sensibles a la oferta que nos presenten).

Estos valores son para webs más relacionadas con la compra, que al final es donde está el negocio y el interés por esta enorme industria de datos de comportamiento en Internet. Con la simpleza con la que se ha caracterizado en muchas ocasiones la “industrialización” en la era digital, obviamente, no todo ahora consiste en personalizar por personalizar. Existen evidencias sobre la hiperpersonalización: eso que popularmente describimos como “ahora me persigue por todos los sitios el anuncio”. La personalización funciona bien cuando se está en etapas embrionarias del proceso de compra (pensando a dónde viajar o pensando qué regalo hacer). Y bastante peor después. Y la personalización funciona mejor en “tiempo real” que cuando ya ha pasado cierto tiempo. Es decir, estas galletas, también caducan