EMÍAMOS un meteorito. O la expansión de la corona solar. Gastamos miles de millones en sistemas de detección temprana de fenómenos astrales. Billones en robots exploradores de planetas lejanos. Nunca pudimos sospechar que fuera una explosión de vida la que acabara con la civilización tal y como la conocíamos. Pero eso fue lo que ocurrió. Delante de nuestras narices.

La vida busca el resquicio sin descanso. El modo en el que miden el tiempo las bacterias y, sobre todo, los virus, nada tiene que ver con nuestros relojes y calendarios. Lo sé por experiencia. Hibernan, se paralizan, a lo largo de miles de años si las circunstancias les son adversas. Basta una gota de agua, la alteración de la temperatura en un grado, un cambio imperceptible de la salinidad o el PH, y se dejan llevar por la promiscuidad de la multiplicación de sí mismos. Millones de veces durante un minuto. Con pequeñas mutaciones, casi siempre fracasadas, cada día. Un solo acierto, una minúscula recombinación, lo altera todo. Esa forma de vida, sencilla, humilde, implacable, explota.

Otras formas de vida enfebrecen a los animales. Las bandadas de cercetas pierden sus pollos porque enferman. Los cochinos se asfixian en la pocilga. Las gallinas dejan de poner, no comen, y terminan por languidecer hasta que se enfrían. Las cabezas cuelgan de las jaulas como macabros muñecos de plumón. En su interior la vida se multiplica sin cesar. Muta infructuosamente. Falla. Hasta que una variación ciega halla el modo de reproducirse en nuevos huéspedes. En ese momento, las cercetas, las gallinas, los puercos, somos nosotros.

Así sucedió. Y los sistemas de inspección del universo quedaron en modo de control remoto. Los silos nucleares, desiertos. Los aceleradores de partículas, abandonados. Las fronteras, borradas. Los ambiciosos planes estratégicos de las corporaciones, los ministerios y los ejércitos, se volvieron cómico papel mojado. Hubo quien regresó, en cuestión de horas, desde la adoración de la electrónica a la oración ante el ser eterno. La mayoría dejamos de creer en una y otro, para tener fe en nada.

Durante las primeras semanas desde que se declaró la pandemia todo fue según lo previsible. Un estado de guerra sin batallas. Cuando se acabaron los recursos de los que disponía el sistema económico, los supermercados y las farmacias quedaron desabastecidos. El ejército se hizo cargo de la situación. En pocas semanas, todos nos familiarizamos con los puntos de distribución de raciones básicas y los puestos medicalizados. El primer jardín se cultivó mediado el verano. La apropiación de parcelas para plantar patatas en los parques públicos ocasionó algaradas. Hacía mucho que detener los asaltos y el pillaje había quedado en poco más que una utopía.

Como siempre había acontecido, los más radicales empezaron a organizarse para salvar el mundo. Lo primero que se les ocurrió fue cazar contagiados. Sin pensar dos veces en quien ladraba, concluyeron que muerto el perro se acabó la rabia. Las palizas a infectados que abandonaban el confinamiento para avituallarse se sucedían sin que las fuerzas del orden pudieran impedirlo. Después, los Comandos de Limpieza consideraron más justa, segura y divertida la ejecución por lapidación. Cualquiera de ellos se consideraba suficientemente libre de culpa como para tirar la primera piedra. Pasaban un palo de escoba de manga a manga de la chaqueta del enfermo para que no desapareciera por el hueco, le metían las piernas en el agujero de una alcantarilla y lo destrozaban a ladrillazos. Sus cuerpos jalonaban las calles y marcaban el territorio de los CL.

El siguiente paso lo constituyó el Objetivo Limpieza Definitiva. Fue una consecuencia del terror. Ya no salían enfermos a las calles. Y los CL precisaban acción para existir en la realidad y el imaginario colectivo. Vayamos casa por casa hasta expurgar cada finca, cada manzana, cada calle, cada barrio. Esa fue la propuesta de alguno de los líderes. Resultó jaleada. Pintaron un mapa en el encerado de un instituto abandonado. Y un número en cada cuadrícula de color. Se pusieron manos a la obra. Nadie con fiebre quedó con vida en aquellas cuadrículas.

Algunos tuvimos que cobijarnos en lugares insospechados. Nosotros, Los Azules, en la sala de máquinas de un olvidado puente levadizo. Los Azules surgimos al principio del contagio. Una vez todo se fue las manos, el Gobierno generalizó un sistema detección inmediata de contaminación vírica. Más rápido que el test. Más fiable que la captación de temperatura. Una enzima disuelta en un tinte transparente que se volvía azul en contacto con una proporción significativa de virus. Se creó para aplicar una gota en el dorso de la mano. Cuando se extendió la psicosis, los agentes lo aplicaban a distancia en las barreras de control. Con un pulverizador y sobre la cara. Nadie sabía entonces que su efecto era irreversible.

Muchos de los primeros azules cayeron víctimas de la enfermedad. Otros muchos, cazados como alimañas, en las calles o en sus casas, por los CL. Apedreados, quemados, defenestrados, empalados, ahorcados. Otros, sobrevivimos. Ya no padecemos la fiebre. Pero portamos la peste. Actuamos con mucha cautela. Nos va la existencia en ello.

Acechamos a nuestra manera. Controlamos a los CL. Los vigilamos. Ponemos trampas. Las botellas de licor medio vacías asomando en la esquina de un callejón, o a la vista en un balcón, funcionan como un cebo infalible. Cuando un CL ve una botella de licor llena, avisa a sus camaradas y acuden en grupo. Si quedan cuatro dedos en el frasco, jamás. Se calla. Y regresa en solitario. Cuatro dedos son poco licor para repartir con la banda. Suficiente ración para uno. Dos como mucho.

Los atrapamos con sogas. Y los conducimos a la sala de máquinas. Allí duermen un par de noches con nosotros. Les rapamos la cabeza para poder reconocerlos. Les rociamos la jeta con uno de los muchos pulverizadores de enzima que guardamos. Y les soltamos en la zona que controlan los propios CL. Es divertido.

La vida siempre halla sus resquicios.