eL joven Lord Woolworsth azuzó su camello cuando el sol comenzaba a escribir sonetos azulados en el negro lienzo del horizonte. El animal rumió un bramido e improvisó un trote bamboleante hacia el Este. En ese momento, la reina Victoria debía estar desayunando una tostada mientras observaba el vuelo de los pájaros del amanecer a través de los ventanales del palacio de Buckingham.

El séptimo baronet Woolworsth soñaba con servir a Su Graciosa Majestad en las colonias. Había crecido en el colegio de Eton y obtuvo la licencia en leyes por Oxford. La ruta había sido trazada por el viejo quinto baronet para que Charles labrase carrera en la India o en África, llenara sus bolsillos y regresara a Londres para forjarse una sólida posición política. De ahí, al gabinete del primer ministro. Y, después, quién sabe. "La ruta militar es más adecuada para tu hermano Timothy, Charles. Él será oficial de los Dragones de Gales. Se le dan bien el acero, la pólvora y las bestias de dos y cuatro patas", gustaba recalcar al anciano baronet cuando el brandy le descosía los botones de la hipocresía.

Pero Charles Woolworsth quería ver mundo antes de pedir plaza en la administración del Imperio. Se tomó medio año, mucho menos de lo que las rentas le permitían. Paseó París durante dos buenas semanas, se dejó llevar a las aldeas de pescadores que rodean Marsella, amó Roma, padeció el jolgorio de Nápoles. Y cruzó a la Mauritania para empaparse de desierto.

En esas se encontraba. Acaba de dejar a sus espaldas una ciudad extraña, toda callejas retorcidas, casuchas de adobe sin encalar y muecines enfebrecidos, en la que los asnos guiaban a los indígenas y se comerciaba con verduras y frutas nunca vistas. En compañía del bereber Zouari, que hablaba amazig y chapurreaba un francés tan desastrado que hubiera encolerizado al propio Rousseau, lord Charles Woolworsth se embarcó en la aventura de cruzar el gran baldío.

Ayudado por un sextante y la brújula, trazó líneas en el mapa, se recoció en cálculos y terminó ebrio de rutas. Compró un camello en el mercado, el más hermoso, contrató a Zouari, acopió las provisiones que estimó precisas y partió con la bestia cargada con su baúl, el mosquete y los odres de agua. Deseaba arena y cielo estrellado. Ansiaba probarse a sí mismo. Y hasta darle función al moderno revólver que lastraba su cinto.

Mediada la primera jornada recitó versos del loco George Gordon Byron.

"La gacela salvaje en montes de Judea puede brincar aún, alborozada, puede abrevarse en esas aguas vivas que en la sagrada tierra brotan siempre; puede alzar el pie leve y con ardientes ojos mirar, en un transporte de indómita alegría"

-¿Conoces los poemas del extravagante y cojo Byron, Zouari?

El guía distinguió el tono inquiriente y miró al baronet con gesto de atención.

-¡Qué vas a conocer! Para ti una cabra degollada es la mejor rima. Conservo en la memoria los ojos de los tuyos al desollar un carnero para el fuego. Sois bárbaros que comen con las manos y toleran que los niños peleen por un boniato requemado. Ni las entrañas de la cabra dejarías a los perros.

Zouari escuchaba, desde su camello desgarbado y entrepelado, la perorata del futuro dueño del mundo. Parecía admirar al europeo.

-Me he dado cuenta que esta brújula es la primera que ha girado ante tus narices y que, para ti, los mapas son poco menos que jeroglíficos. Pobre infeliz. ¿Has leído a Francis Bacon? ¿Te suena el nombre de Thomas Hobbes? ¿Y el de John Locke?

Tiró de la rienda, detuvo el armonioso caminar de su camello y cantó a William Blake.

"Para ver un mundo en un grano de arena y un paraíso en una flor silvestre, sostén el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora".

-¿Nada? ¿No te suena la genialidad del mayor artista que Gran Bretaña ha producido? Sois salvajes, Zouari. Salvajes.

Tomó un largo trago de agua del odre e indicó al berebere que acamparían para dejar pasar la furia del sol hasta la siguiente madrugada. Zouari obedeció de inmediato.

La expresión del guía durante la marcha no fue de admiración sino de asombro. Le sorprendía que el europeo no callara, se consume saliva y energía. Y que vistiera un florido kimono de seda, que seguramente estimaría fresco pero que solo fomentaba la transpiración. Que se cubriera la cabeza con un sombrero de fibra vegetal trenzada que a él no le inspiraba ninguna confianza frente al astro rey. Que fumara en su pipa de coral rosado. Que bebiera agua fresca sin cesar en lugar de parar a sotavento de duna a preparar un te y masticar unas hojas de menta. Que ahora sorbiera sherry de una de las botellas que guardaba en aquel desproporcionado baúl. Pero lo que más le chocaba es que hubiera pujado por un camello de carreras en lugar de por uno de caravana. El pobre animal no aguantaría hasta el otro lado del arenal.

Durante la segunda jornada, Zouari ya no prestó atención a la ininteligible verborrea del baronet Woolworsth. Se concentró en leer las líneas que el viento tatuaba en las dunas de grano fino. Una niña bereber puede distinguir entre más de cincuenta tipos diferentes de granos de arena por grosor y color. Cada uno indica una zona. Cada viento traza sus líneas características en las costillas de las dunas.

Zouari adivinada por los dibujos en el mar de polvo si había pasado una alacrán, un lagarto, la víbora o un escarabajo. Cada uno prefería lugares más o menos secos. Y merecía la pena cazarlos o no. Oteaba al oryx desde la distancia y podía seguirlo sin asustarlo días enteros. El oryx es un antílope que bebe poco. Pero bebe. El oryx siempre se mantiene cerca de los pozos escondidos. Hay razas y hasta familias de oryx. El guía podía reconocerlos por el olor.

Zouari había memorizado decenas de invisibles senderos de caravanas que los ancianos le enseñaron. Podía dibujar la situación de las estrellas que alumbran cada noche del año. Le bastaba con la sombra de su camello, un puñado de dátiles y el té caliente para gozar de cada día.

A media semana, la insolación calló a Charles Woolworsth. No sobrevivió a la octava fecha. La fiebre y la deshidratación lo hincharon y dejó de respirar. Su camello se perdió desbocado con el cadáver del jinete sujeto a la silla. El sombrero voló.

Zouari regresó a la ciudad pausadamente. Explicó a los suyos que los huesos de aquel bárbaro, aquel europeo ignorante, se blanquearían pronto al sol del desierto. Oraron por el salvaje.

La reina Victoria desayunó tostadas muchas mañanas más.