eS la tercera vez que debo acudir al notario en mi vida. Me pone nerviosa. No me acostumbro. Ese despacho en el centro de la ciudad, enorme, plagado de libros extraños, gente aparentemente atareada y oficinistas elegantes. Te reciben con un exceso de amabilidad, como si supieran que te van a cobrar muchísimo por un servicio que, en realidad, no lo vale.

Te ofrecen un café, te pasan de una salita a otra. Salas en las que las revistas no tratan sobre famosas o viajes, solo de coches que casi nadie puede comprar, veleros y relojes para millonarios. Espacios en los que la gente se sonríe con displicencia para no mirarse más a la cara. Todo se vuelven gestos huidizos, carraspeos y toses secas. Siempre dejan sobre la mesa de centro una cajita de cartón con una ranura por la que asoma un infinito tisú.

Al menos así era la última vez. Llevo el carné de identidad. Las escrituras guardadas y dobladas en un gran sobre color sepia metido en el bolso negro con cierre de clic. Hoy me pondré los tacones, las medias y la falda inglesa que me llega hasta la rodilla. Con la blusa turquesa y esa chaqueta oscura, la de lana buena. Los pendientes. El perfume. Pediré un taxi. Mejor me subo a uno en la esquina, donde tienen la parada. De este modo me dará el aire un poco, pero sin tener que caminar hasta sudar. No quiero que se me arrugue la ropa.

¿Está todo? Creo que sí. Tomaré un analgésico efervescente por si se me hace dolor de cabeza. Dos. Tomaré dos. Disueltos en un vaso de agua tibia. ¿Las llaves? En la mano. Por Dios, se me olvidan los dientes. El puente. Me tengo que poner el puente. Es un minuto. ¿Dónde tengo la cabeza? Respira un poco, Mari Ángeles, que pareces una cría de 13 en su primera cita. Ay, Jesús. Respira. Venga, cierro la puerta. Las tres vueltas de llave, qué caramba. Nunca se sabe cuánto tiempo deberé esperar en el notario. Si viene mi hijo, que le dé a la muñeca y abra. Que no tiene otra cosa que hacer.

Buuu, qué tráfico. No parece martes. Va todo el mundo como loco. Está la acera que no se puede caminar. Un momento. La gente. La gente está rara. Se chocan conmigo. ¿No se dan cuenta? Qué escalofrío. Oye, nadie es normal. Pasa algo. Voy a pararme en el chaflán. No quiero sudar. Ahí, me meto un poco en ese portal. Dispongo de tiempo de sobra. La cosa no va bien. Las personas, las personas? ¡No tienen cara! Me resulta imposible distinguir sus facciones. Como si una media gruesa metida por la cabeza les cubriera. ¿Qué sucede? Me he perdido un acontecimiento importante.

-Mari Ángeles, chica. ¿Cómo te va?

Por favor, uno de esos seres sin identidad, indistinguibles, se ha detenido ante mí. Bracea y me habla como si me conociera. Qué querrá. Actuaré con naturalidad hasta descifrar qué significa todo esto.

-Bien, bien. Voy al notario a una cosa de la herencia. Ya sabes. Se me hace tarde.

Por la manera de moverse, la colonia, y las ganas de cotillear, podría tratarse de Ana Luisa, la del tercero B del 28. O, siendo más precisa, podría ser su clon. Este ser carece de ojos discernibles, la boca es un orificio que parpadea y no posee una nariz como tal.

-El tuyo mayor, ¿se divorció por fin?

Lo oportuno sería dar esquinazo a este ente. Una maniobra evasiva por el lateral del chaflán. Pero los tacones me dificultan la movilidad.

-Pues sí. Aunque han quedado bien, ¿eh? Todo a medias. Y como no había críos y trabajan los dos. Ya sabes.

El organismo me palmotea el hombro con una mano amorfa. Balancea el cráneo amorfo de adelante hacia atrás. Le huele el aliento a sherry dulce. ¿Hasta en eso han copiado los extraterrestres a Ana Luisa? Está a punto de darme un ataque de nervios. Las sustituciones ¿Se han producido esta noche? ¿Qué ha sido de las personas originales? Dios mío. Jesús, María y José.

-Los chicos de ahora son como toca. Se entienden. No van a la tremenda. Es lo bueno de la educación. En nuestra época era muy diferente. Fíjate en Susana, la del médico, el follonazo que tuvo cuando...

Para qué prestar más atención. Por la acera discurre un río de paseantes sin cara envueltos en algo así como una neblina perversa que tamiza la luz y los colores. Me he de largar.

-Perdona que te deje con la palabra en la boca. Me voy. Ya hablaremos. Recuerdos a Tomás y tu sobrina.

Me saco los tacones y camino todo lo aprisa que puedo. Chocan conmigo. Como si no pudieran esquivarme. Los taxistas. ¿Habrán sido abducidos y sustituidos?

-Taxi, taxi, a la notaría del 15 de la Gran Vía.

Por Dios. El taxista también. Esto es el fin. Le golpearé con uno de los zapatos y me llevaré el vehículo. En algún lugar deben de estar defendiéndose los últimos humanos. Los encontraré. Escucho unos alaridos indescifrables. La voz me recuerda a la de mi hijo.

-Mamaaá, mamaaá. ¡Esperaaa!

Una silueta se aproxima braceando. Vocifera. Es gordito, como mi hijo. Pero con el rostro borrado. Sujeta un objeto brillante en la mano que me alarga. ¿Qué quiere? Es una estratagema para abducirme. Apuesto que si.

-Tus gafas, mamá. Te las has dejado sobre la mesa de la cocina. Me ha comentado Ana Luisa que venías para acá.

Me toco la nariz. ¡Las gafas! Las tomo de manos de mi hijo. Me las pongo. ¡Ahora distingo todas las caras! Con los nervios de lo de la notaría se me olvidaron.

El taxista ignora que se acaba de librar de un zapatazo en toda la frente.