eL caballero y su escudero alcanzaron la aldea al amanecer.

Rompía el alba el canto de un gallo atemorizado. El hidalgo montaba su caballo de guerra, un imponente frisón azabache. El otro, una mula parda, atareada y precavida. Relinchó el caballo. La mula coceó nerviosa.

Los pájaros mantenían un silencio extraño. Olía a porqueriza. Pero no se escuchaba gruñido alguno. Ni mugido. Ni rebuzno. El temerario gallo no repitió su letanía, ni encontró congénere que le hiciera el coro. El sol se levantaba con miedo, proyectando sombras largas y angulosas por las enlodadas callejuelas. Comenzó a caer una nieve lenta y gris, como ceniza. Ningún perro ladró. Lo cubría todo un frío profundo y afilado que hacía crepitar la inútil empalizada.

La mujer, una joven avejentada, entreabrió la puerta de su casa con cuidado. Sus ojos negros se avergonzaban tras unas ojeras tristes. Vestía faldamentos, mandil y toquilla de color grisáceo. Se cubría la cabeza con un pañuelo blanquecino. Nada completamente limpio. Nada sucio.

-¿Quién va?, preguntó con un hilo de voz.

-Ferrán del Val de las Aves, señor del Bosque Blanco, hijo de Melgar El Tuerto, nieto de Antón Galán, que conocían como el Tigre de Anguciana, capitán de lanceros libres, el que saltó la muralla de Taranta, matador de dragones.

El escudero recitó el curso de honor de su amo con entusiasmo oriental. Se bajó de su jumento de un brinco, tomó la cabalgadura del gentil Ferrán por el ronzal y facilitó que el otro se apeara sin forzar los equilibrios que obligaba el espadón que cargaba al cinto.

-Vengo a liberaros del dragón, dijo el paladín con una voz quebrada que retorcía un característico acento del lejano norte. “Contadme la historia de la plaga”, inquirió.

Y la mujer, entre sollozos, relató la maldición.

“Sabido es, mi señor, que fue en tiempos inmemoriales que el primer dragón sembró simas y grutas con sus huevos malditos que nadie incuba. Es el mismo calor de la entraña de la tierra, a su capricho, quien cuaja las yemas fétidas, las encarna y termina logrando que la cáscara vomite uno de esos entes del demonio. Crecen en la oscuridad, cubiertos de escamas, devorando alacranes, sapos y escolopendras. Hasta que un día asoman por la boca de la cueva, levantan el vuelo y destruyen por vivir. Eso sucedió en nuestra montaña, que llamamos La Roca, y que fuera nuestro santuario y orgullo. Ahora solo emana pestilencia y muerte. La bestia todo lo asola desde hace más de veinte años. Destroza las reses, arrasa cosechas, despeña a los hombres”.

Un niño asustado salió de la casa, caminando sobre las puntas de los pies descalzos, y se agarró a los muslos de su madre.

El señor del Bosque Blanco sujetó con sus dos manos la cabeza de la mujer y la besó en la frente. “Tranquila. Todo eso se acabó”, afirmó. “Muchos caballeros lo han prometido antes”, advirtió ella.

Ferrán montó de nuevo y galopó hacia La Roca. Regresó al de poco. El frisón, sudoroso, piafó al parar. El hombre pidió agua para lavarse. Oró. Bebió de la fuente. Reclamó al escudero la ballesta genovesa y doce dardos de punta de hierro, así como el hacha de dos cabezas. Se puso la armadura y se caló la celada. Partió de regreso hacia el cerro pelado, esta vez al trote.

A medida que se aproximaba a la cima, el hedor se volvía insoportable. La tierra aparecía calcinada. Aquí y allá, mezcladas con tierra quemada, espadas retorcidas, lanzas quebradas, cascos hundidos. Cráneos demediados, extremidades, restos de monturas. Hasta lo que fuera un trabuquete, ahora convertido en carbón.

En la cima, dormido, el dragón. Solo su cabeza alcanzaba el tamaño de dos bueyes grandes. Babeaba por las fauces. Y su saliva fundía la piedra. Desperdigado bajo sus garras, el naufragio de un ejército. O el de un centenar. Aquello eran las Termópilas de la cordura. El caballero apuntó cuidadosamente bajo la mandíbula de aquella pesadilla, al pliegue en el que su piel era blanda y vulnerable. Disparó un dardo de onza. Fue una mariposa estrellada contra la frente de un búfalo. Ninguna de las doce ocasiones percibió siquiera un arañazo. Pero sintió que la fiera era un poco más fuerte. Se lanzó a muerte enarbolando el hacha de dos cabezas. Tiró tajos a todas partes. Solo consiguió mellar ambas hojas. El demonio permaneció dormido. Pero notó que creció ligeramente su fortaleza. Arrojó las armas. Montó. Retornó a la aldea.

“Oídme todos”, exhortó al pueblo reunido en torno a la fuente. “El dragón no come vuestras vacas y puercos, ni devora vuestras cosechas. Mata y quema. Pero lo hace porque su verdadero alimento, lo que le ha permitido alcanzar ese enorme tamaño, son el odio y el miedo. He visto otras bestias como esta. No existe modo de matarlas con las armas. Solo vosotros podéis acabar con ella. No la temáis. Sed indiferentes. Trabajad para reparar lo que destruye. Ayudaos unos a otros. Y no cejéis”.

Con estas palabras dio la grupa, picó espuelas y se alejó, junto a su escudero, entre un tintineo de aceros. En busca de más alimañas. Así era Ferrán del Val de las Aves, señor del Bosque Blanco, hijo de Melgar El Tuerto, nieto de Antón Galán, que conocían como el Tigre de Anguciana, capitán de lanceros libres, el que saltó la muralla de Taranta, matador de dragones.

Los de la aldea, quizá por desesperación, atendieron el consejo del jinete. Poco a poco, el dragón de La Roca fue mermando. Envejeció. Se le cayeron los colmillos. Mil y ciento contaron los niños, que los recogían por el páramo. Primero regresó el musgo verde a La Roca. Luego, la hierba. Las flores, en primavera. Una mañana, los pájaros volvieron a cantar.

Nadie sabe qué grutas ocultan más huevos.