Iruñea es una ciudad viva. Una mezcla potente de solemnidad sencilla y descaro urbano. De historia profunda y chispa contemporánea. Una escapada que seduce a quienes aman la historia y a quienes buscan calles con vida, brindis con vinos y actitud de futuro.

En la capital de Navarra todo está cerca. La ciudad se camina, se escucha, se degusta. Aquí la cultura se saborea en cada bocado y la mirada se alimenta en cada callejuela y parque. Cada esquina ofrece algo inesperado: una farmacia centenaria reconvertida en galería de arte, una vinoteca histórica regentada por jóvenes enólogos que organizan catas con DJ, un café de barrio con conciertos, una terraza con vistas sobre el río. Pamplona es clásica y canalla, elegante y festiva. Y más allá de sus internacionalísimas fiestas de San Fermín, tiene acentos múltiples, mucha garra e identidad propia.

Esta es una ciudad que lleva reinventándose durante dos mil años. Pamplona es también Iruñea, su nombre más antiguo: la ciudad más importante de los antiguos vascones. Aún hoy, los pamploneses y pamplonesas le dicen así, con cariño: “la vieja Iruñea. Este asentamiento antiguo fue refundado como Pompaelo por militares romanos en el siglo I a.C. Y desde entonces, ha sido cruce de caminos y capital del reino de Navarra. Su historia se palpa en los muros de la catedral gótica, en los cinco kilómetros de muralla renacentista que aún abrazan la ciudad, en las estelas latinas que recuerdan a sus primeras ciudadanas —Festa, Rustica, Stratia y Antonia— o en los proyectiles de catapulta que aún se conservan en el callejón de Portalapea, testigos de antiguas guerras medievales.

Hoy es un territorio para la buena vida, donde la historia no se encierra en un museo: se huele, se escucha y se come. Basta empezar en la plaza del Castillo, esa especie de salón doméstico donde todo sucede, y dejarse arrastrar por el ritmo de las calles Estafeta o Mercaderes, que no solo son escenarios del encierro: son arterias vivas donde los pamploneses y pamplonesas se encuentran con amigos y familiares en cada bar, en cada esquina.

Brindis entre amigos en Pamplona, donde los pintxos son un lenguaje universal Cedida

Aquí, los pintxos —esa gastronomía en miniatura— se convierten en un lenguaje compartido.

Y si uno quiere ir más allá, hay propuestas culinarias que han cruzado las fronteras de la ciudad y de la convención. Desde el veterano Rodero o el Restaurante Europa, con sus estrellas Michelin, hasta espacios como Kabo, Zurita o Baserriberri, donde la creatividad encuentra en el producto local su razón de ser. También Picaflor, una apuesta joven y femenina, o Geltoki, un espacio alternativo de producto ecológico y economía circular en la antigua estación de autobuses.

 

Ir de compras, sin perder el norte

Pamplona también se lleva en la maleta. Ya sea en forma de queso de pastor, chistorra, vino tinto o en un pañuelico rojo. El Casco Antiguo alberga tiendas tradicionales y gourmet, donde encontrar desde txapelas hasta embutidos artesanos. Pero también hay anticuarios, librerías singulares, atelieres de diseño, galerías de ilustradoras y artistas gráficos, pequeños comercios de diseño con identidad propia.

El Ensanche, más moderno, concentra en torno a la avenida Carlos III —la columna vertebral comercial de la ciudadmás de 800 tiendas que van desde cadenas internacionales a negocios familiares. Hay quien viene a Iruñea a comprar porque aquí, el comercio sigue teniendo algo de cercanía y conversación.

 

La Taconera y la ciudad que respira

Entre murallas y naturaleza: los históricos jardines de la Taconera. Vanesa Díaz

Pamplona también es verde. Desde los miradores del parque de la Media Luna o del Caballo Blanco, la ciudad se abre hacia el meandro del río Arga, entre huertas, chopos y caminos que invitan a pasear sin prisa.

Los jardines de la Taconera son el alma vegetal de la ciudad. Creado en 1830 al estilo de los jardines versallescos, aquí se cruzan estudiantes, paseantes, músicos y familias. Bajo hayas, fresnos, magnolios y ginkgos biloba, la ciudad respira. En otoño, una alfombra amarilla cubre los senderos. Y en los antiguos fosos de las murallas, donde antes hubo soldados, hoy viven gamos, ciervos, patos y pavos reales que pastan o descansan sin miedo. Es un pequeño zoo a cielo abierto, gratuito y querido por generaciones. También el Bosquecillo, con sus cafés del s. XIX reformados, le da un aire parisino a la ciudad.

Muy cerca, la Ciudadela. Una estrella de piedra que comenzó a construirse en el siglo XVI como fortaleza militar, y que hoy es un gran parque cultural. Con sus 280.000 metros cuadrados, es pulmón, escenario y refugio. Aquí se celebran exposiciones, festivales de música y arte, conciertos o simplemente se juega, se lee o se charla bajo los árboles. Fosos, baluartes, revellines y caminos permiten perderse entre siglos y olvidarse del reloj.

A solo unos minutos de la capital navarra, en Alzuza, se encuentra el Museo Jorge Oteiza: casa, taller y legado del escultor navarro que reinventó la forma, el vacío y el alma de la materia. Desde sus ventanales, la vista se pierde entre colinas suaves. Y dentro, uno descubre otra forma de mirar el mundo.

 

Dormir en Pamplona, despertar en Navarra

Después de caminar murallas, seguir pasos romanos, vestigios vascones, perderse por plazas con historia y dejarse llevar por los aromas de sus bares, toca descansar. Y en eso, es hospitalaria y diversa: ofrece opciones para todos los gustos y bolsillos, desde hoteles boutique hasta pensiones familiares o alojamientos rurales cercanos.

Una buena elección es dormir en el Casco Antiguo o en el Ensanche. Pero si se viaja con más tiempo o cierto espíritu de ruta, se puede ampliar el horizonte. El valle de Ultzama, a unos 25 kilómetros al norte, permite alojarse en cabañas entre árboles o caserones antiguos. Hacia el sur, a menos de 30 minutos, la ciudad medieval de Olite deslumbra con su monumental palacio gótico al anochecer.

Hay muchas propuestas cerca de la ciudad: catas en bodegas, rutas a caballo, navegación en vela, observación de estrellas o baños en ríos. Navarra no se acaba nunca.

Al final del día, cuando las luces se encienden y el bullicio se disuelve en las plazas, uno entiende queIruñea no es solo un destino. Es un estado de ánimo. Un lugar donde perderse es siempre una buena idea. Y regresar, una certeza.