Como si el ayer no acabara de convertirse en mañana, a modo de una noche oscura de insomnio, donde no existe el sueño ni el descanso, sólo un mal sueño, la pesadilla que no cesa, amaneció el día para Tadej Pogacar. Herido el orgullo en la crono sideral de Jonas Vingegaard, el esloveno se raspó la rodilla izquierda en una caída tonta en la ascensión a Saisies.

Un hilo de sangre le recordaba la vulnerabilidad. Frágil. Se fue al suelo a un palmo de Vingegaard. Aunque separados por el juicio del tiempo, cuando ruedan en sociedad siempre lo hacen juntos. Amistades peligrosas. Enemigos íntimos.

Respeto máximo. Por eso, el líder no se apiadó de Pogacar cuando al esloveno se le cayó encima el Col de la Loze. Lo aplastó. Sepultado para siempre. El peso de la montaña le clavó los ojos en la carretera y en la derrota atroz. Un velo de alquitrán en la mirada.

Implosionó el esloveno, débil, vulnerable. No pudo sostenerse. Pura agonía. Bastó el ritmo de Kwiatkowski para dejarle a la intemperie. Las caídas de los gigantes, en ocasiones, se producen en silencio.

El polaco desnudó del todo a Pogacar, abrumado por la montaña, con aspecto enfermizo. Sacudido. Hundido. “Estoy muerto”, dijo por la radio de equipo. El campeón en su soledad. La dignidad, intacta. Le abandonó el cuerpo. Las fuerzas. No había consuelo para el esloveno, que se quedó sin alas. Se las cortó el Col de la Loze, un camposanto para Pogacar, en plena caída. Réquiem por él.

Felix Gall, vencedor en Courchevel. Efe

A Vingegaard le extrañó tanto la escena que tuvo que girarse varias veces para comprobar el desplome de su rival a los abismos. Otra vez en la lona. El rostro de la derrota. La mirada perdida. Soler cuidó de él. Lo meció. Le susurraba cariño. Eso le rescató de una derrota más dolorosa.

"Ha sido el peor día de mi vida sobre la bici. Sin mis compañeros hubiera perdido el podio", se sinceró Pogacar. Vingegaard no quería resurrecciones. En Courchevel, donde izó la bandera Felix Gall desde la fuga, el danés se apoyó en la terraza que da a París. Nada obstaculiza su visión. Pogacar, derrengado, está a 7:35. Adam Yates, a 10:45. El mundo es suyo. El Tour, también.

Excepcional Pello Bilbao

Ondeó el danés su superioridad en una pista asfaltada que vigilaban los generadores de nieve. Los derritió a todos. Pello Bilbao enarboló la valentía. Pura pasión. El gernikarra, excepcional, el mejor vasco del Tour, entró con el sonido de la marcha triunfal de Vingegaard y avanzó en la general después de completar una obra maestra. Se adentró en la fuga y finalizó pletórico, tercero en meta en el aeródromo de Courchevel. Pista de despegue.

Pello Bilbao, tercero en meta. Bahrain / Sprint Cycling

El vizcaino es sexto en la general tras un día de gloria y miseria, mucha miseria. La etapa reina fue una carnicería que coronó a Vingegaard. Un retrato de El Greco y el grito sordo de Munch. Apergaminados por el esfuerzo, ojerosos en el abismo tratando de no caer, no hubo estallidos. Sólo implosiones. Letanías en silencio.

La caída que hirió a Pogacar se produjo en pleno revoloteo para apuntalar la fuga. El destino quiso que fuera la crónica de una muerte anunciada. Quién sabe si el final de una era en el julio francés. El hombre que iba a reinar en el Tour, el que sacudió la arquitectura del ciclismo, campeón en 2020 y 2021, reventó por dentro. Una casa vacía. Sin eco. Le quedó el alma. 21 gramos.

¿Fin de una era?

Vingegaard ha apagado el fulgor del chico maravilla. Con el segundo Tour en las alforjas salvo accidente o suceso extraordinario, la época parece la suya. Celebró su segunda corona a la espera de los fastos de París. En Courchevel, en la rampa final, se besó el anillo. Hombre de familia, emperador de Francia.

Jonas Vingegaard sentenció el Tour en la etapa reina. Efe

Pello Bilbao, ligero y alado en la crono de su vida, donde fue cuarto, interpretó de maravilla las corrientes internas de la carrera. A modo de un zahorí que busca agua en el terreno, el de Gernika dio con un hilo del que tirar. “He visto la oportunidad y la he aprovechado”, dijo.

Inocuo para Vingegaard y Pogacar, se incrustó entre los expedicionarios. Pello Bilbao quería mejorar su estatus, progresar. Simon Yates se acopló. El inglés deseaba lo mismo. La fuga tomó vuelo. Aire a la cometa. La de Pello Bilbao vuela alto en este Tour.

El avance de Pello Bilbao

En la Côte de Longefoy Pello Bilbao pegó un enorme bocado. La renta alteró el pulso del Ineos. Se movilizaron para proteger a Carlos Rodríguez, cuarto, pero vecino de Adam Yates. El granadino, a un dedo del podio, comenzaba a inquietarse. El de Gernika, valiente y ambicioso, no estaba dispuesto a claudicar.

Hindley también entró en acción. Ordenó tajo a los suyos. Nadie quiere perder lo conseguido. El poder no se regala. Nunca. La lucha de clases. En el tablero de ajedrez del Tour, el Jumbo y el UAE situaron a dos piezas por delante entre la fuga. Vasos comunicantes. Se replican. Juego de espejos en la canícula.

Una montaña eterna

Porteadores adelantados camino del temible Col de la Loze, un puerto suspendido en el cielo de los Alpes, que conecta dos estaciones de esquí con una carretera a ninguna parte. Giro al infierno. 28,4 kilómetros de subida al 6% y el horror en su infinito despegue, cinco kilómetros terroríficos con pendientes que no bajan del 9% y rampas que llegan a alcanzar pendientes de hasta el 24%.

Una montaña asfixiante que arrastra los cuerpos baqueteados de la tercera semana al averno. En la fuga, aún numerosa, aunque descascarillada, danzaban a espasmos. Entre los nobles, Vingegaard disponía de su guardia de corps en una pelotón que no lo era. Apenas unan quincena de dorsales.

Vingegaard, en pleno ascenso al Col de Loze. Sprint Cycling Agency

Pogacar, a pecho descubierto, la gafas en el casco. El líder, abrochado en amarillo. Protegida la mirada de las indiscreciones. El Tour se refleja en los ojos. El espejo del alma. Jack Haig pastoreaba la fuga. El australiano guiaba a Pello Bilbao. "Ha hecho un gran trabajo por mí", apuntó.

La montaña por donde bajan los esquiadores y reptaba el Tour lo pondría todo sobre el muestrario. Imposible esconderse. Corriente arriba hasta los 2.304 metros, el techo de la carrera, una bajada a los infiernos y a las entrañas del ser humano. Al sótano del dolor.

El ciclismo siempre fue contra la lógica. Un escenario hipnótico, cruel, bello y brutal. Inmisericorde. Pura agonía entre las migas en un Tour famélico. La montaña es un gigante que saca la lengua. Se burla de lo humanos, de su intrascendencia frente a la naturaleza, majestuosa.

El hundimiento

La belleza de lo salvaje doblando los cuerpos, apaleados a pesar del esplendor en la hierba. Los ciclistas no pueden mirar a los paisajes, fabulosos. El peso de la montaña clava los ojos en la carretera. Un velo de alquitrán en la mirada. La melodía de seducción antes de estamparse con un muro. Pogacar a solas con Tadej. Un ser humano en el sufrimiento. La crucifixión.

Rasgó el velo de las miradas el entramado de toboganes, la sala de torturas. Cambios de rasante, de perspectiva y de ánimo. El final del Col de la Loze era un salto de vallas. De foso en foso. De pozo en pozo. Una montaña que envejece, que mete arena en los pulmones y plomo en las piernas.

Patas de madera carcomidas por las termitas. Una ascensión que desempolvó el ciclismo de la agonía extrema. Ciclistas desperdigados, abrumados, sin forma. Perfiles borrosos. En el aeródromo de Courchevel, con su rampa portentosa a modo de terraza, el danés se asomó a París. Un lugar para la historia. Vingegaard entierra a Pogacar en el Tour.