La idea se me ocurrió cuando me estaba divorciando. Tenía cuarenta y siete años y un poco de sobrepeso. Sin hijos de los que ocuparme, mis días transcurrían solitarios y silenciosos. No era una de esas mujeres modernas e independientes que han descartado conscientemente la maternidad.
No, yo deseaba tener niños, pero mi marido sufría oligospermia, o eso me dijo. En su momento, cuando le propuse que probáramos con la fecundación in vitro, se negó, alegando que el proceso le parecía demasiado denigrante para él. Más adelante, al enterarme de que ya había ido a una primera visita a una famosa clínica de fertilidad de Gangnam con su nueva novia, doce años más joven que él, un mes antes de que firmáramos el divorcio, monté en cólera. Me pasé semanas soñando que lo mataba a martillazos. Por supuesto, carecía del valor y la pulsión violenta necesarios para perpetrar semejante barbaridad, pero no me costaba imaginarme irrumpiendo en su despacho de Gwanghwamun como una de esas ajummas furiosas de los culebrones coreanos de la tele matinal que saltan a la yugular de su marido infiel blandiendo los papeles que prueban su traición mientras enumeran delante de sus compañeros de trabajo la lista de pecados que lo condenarán al ostracismo. Huelga decir que nunca llegué a hacer realidad esa fantasía — sucumbir a una conducta tan impulsiva e irracional sería algo demasiado «denigrante» para mí—, pero no negaré que acariciar la idea me resultaba muy estimulante.
La ficha
- Título: Las 8 vidas de una centenaria sin nombre
- Autora: Mirinae Lee
- Género: Drama
- Editorial: Salamandra Narrativa
- Páginas: 304
Buscaba un revulsivo desesperadamente. Me apunté a un gimnasio y me puse a entrenar una hora tres veces por semana.
Perdí peso y empecé a llevar una vida más saludable, pero no me bastaba con el cambio físico. Desde pequeña he sido una persona reflexiva, siempre me ha gustado leer, meditar las cosas y escribir en mi Moleskine. Necesitaba algo más que un cuerpo atlético y esbelto. Necesitaba un cambio de mentalidad.
Estaba hojeando una revista femenina en la sala de espera de la consulta de mi psicólogo cuando vi el artículo. Era la historia de un médico que trabajaba en un asilo de Singapur y ayudaba a los ancianos a organizar sus funerales y escribir sus necrológicas antes de morir. Según explicaba, en contra de lo que suele creerse, la mayoría de esos pacientes en fase terminal no le tenían miedo a la muerte: les preocupaban más las secuelas, el dolor y el sufrimiento que ésta causaría a sus seres queridos. Para su asombro, los residentes acogieron aquella nueva actividad con gran entusiasmo. Muchos declararon que se encontraban mejor tanto mental como físicamente después de haber participado en sus preparativos fúnebres: eso no sólo les proporcionaba una gran sensación de control y tranquilidad, sino que les permitía darle un sentido propio a su breve paso por este mundo.
Le enseñé el artículo a la directora Haam, mi jefa, y le dije que quería poner en marcha una actividad similar para nuestros residentes. La verdad es que no podía quejarme de mi trabajo en Golden Sunset: el sueldo era bastante bueno, la empresa me garantizaba muchos días de vacaciones pagadas y ni mi horario ni mis tareas me resultaban extenuantes. Básicamente, lo que hacía era llevar la contabilidad de manera informal, pero mi puesto oficial era el de asistente personal de la directora. Haam era una mujer afable de unos cincuenta años, dos veces divorciada, que estaba criando a sus tres hijos con dos apellidos diferentes.
No se la veía muy entusiasmada con su trabajo en Golden Sunset; me contó que lo había elegido sobre todo por su estabilidad, algo esencial para una madre soltera de tres hijos.
Con gesto nervioso, la directora se puso a tamborilear con las uñas rojo sangre sobre su escritorio antes de anunciar que Golden Sunset no disponía de fondos para preparativos funerarios personalizados. Entonces le dije que sólo la actividad de redacción de necrológicas ya sería un gran cambio. Aunque a regañadientes, me dio permiso para ponerla en marcha después de que le prometiera que no interferiría en el desempeño de mis funciones principales y que trabajaría horas extra si fuese necesario. Antes de salir del despacho, me miró con preocupación, como si estuviera pensando: «Yo también me vi en ésas.» Pero en su lugar me dijo: «Llámame si necesitas salir con alguien de vez en cuando a tomar una copa.» Mientras oía cómo se desvanecía el taconeo de sus zapatos, me pregunté si sería más fácil divorciarse la segunda vez.
Al principio, la actividad de redacción de necrológicas me ayudó sobre todo en un aspecto práctico: distraía mi atención del divorcio. Mi cabeza, empecinada hasta entonces en volver una y otra vez como un perro fiel al tema de mi marido y del fracaso de nuestro matrimonio, empezó a olfatear en las vidas de los demás.
Hablaba a los ancianos con la máxima serenidad posible: «Estoy aquí para ayudarlos a redactar sus notas necrológicas. Pueden hacerme un breve resumen de su vida, de las cosas que los han hecho más felices, de las que se sienten orgullosos y también de las que se arrepienten. Pueden decirme cómo desean que los recuerden los demás, sus seres queridos, toda esa gente que los quiere y se preocupa por ustedes.»
Tras respirar hondo varias veces, la mayoría empezaba a relatar su vida con toda naturalidad. Ser consciente de que el tiempo que te queda en este mundo es limitado puede aportar un asombroso grado de sinceridad a tus palabras, al silenciarse todo ese ruido de fondo intrascendente que tanto nos complica la existencia. Pero a los que les costaba romper el hielo, les daba un consejo muy simple que no fallaba nunca: «Elija tres palabras (un nombre, un adjetivo, un verbo, lo que sea) que puedan definirle o describir su vida con precisión.» Tres es el número mágico que suele satisfacer a todo al mundo: una sola palabra parece demasiado restrictiva, mientras que dos pueden resultar ambivalentes, como si remitieran a una doble vida. Sin embargo, tres sugieren un equilibrio perfecto, como en un triunvirato, una trilogía o la trinidad. Todos nos sentimos cómodos con el número tres: ni mucho ni poco, sino todo lo contrario.
Al afrontar el final, la gente siente la necesidad de dejar su huella en este mundo, por pequeña que sea. Y escribir su necrológica confirma que sus vidas fueron importantes: para ellos y para aquellos por quienes gustosamente sacrificaron sus sueños. Para alguien joven, una necrológica es algo triste y solemne, pero las personas mayores entienden que significa, entre otras cosas, un privilegio. Los ancianos, acostumbrados a leer el periódico, saben que las necrológicas oficiales se reservan para comunicar la muerte de celebridades, y que incluso ellas deben luchar por hacerse un hueco en un espacio cada vez más reducido. En realidad la mayoría tiene que contentarse con un par de líneas, mientras que unos pocos afortunados consiguen todo un párrafo. Una página entera es una quimera, por supuesto, a menos que se trate de un político de alto nivel, como un ex presidente, o un caudillo militar con influencia internacional. Sin embargo, en Golden Sunset todos los fallecidos merecen una página escrita de principio a fin. Ésa era la idea central de mi proyecto: ¿acaso no merecemos todos un obituario completo? Quería creer que cada muerte y cada vida, incluso las más turbias y marginales, guardan una historia importante que contar. Y ahí estaba yo, dispuesta a prestar mis oídos y mi pluma a los últimos susurros de una vida pasada.
SOBRE LA AUTORA
Mirinae Lee nació y creció en Seúl, estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Columbia y Literatura Comparada en la de Hong Kong, donde reside con su marido y sus dos hijos. Su primera novela, Las 8 vidas de una centenaria sin nombre, traducida a más de una docena de idiomas, fue finalista del Women’s Prize for Fiction y del Wilbur Smith Adventure Writing Prize, obtuvo el William Saroyan International Prize for Writing y está en proceso de adaptación a serie televisiva en Corea del Sur. Sus textos literarios han aparecido en publicaciones como The Antioch Review, Meridian, Black Warrior Review, Pleiades, Shenandoah y The Massachusetts Review.
El segundo día de las vacaciones del Año Nuevo lunar conocí a la señora Mook. Me había ofrecido voluntaria para trabajar porque no estaba preparada para enfrentarme a mi primera gran reunión familiar tras el divorcio. Ya sabía qué clase de preguntas me harían mis tíos y mis tías, y en especial mis primos, todos ellos aún felizmente casados y con hijos. No estaba lista para que los demás echasen más sal en la herida.
Una residencia de ancianos pública puede llegar a ser el lugar más solitario del planeta en un día de celebración nacional.
Más de un tercio de los residentes de Golden Sunset no tenía familiares directos. Sólo unos pocos afortunados, los que aún gozaban de buena salud y tenían alguna relación con parientes que estaban pendientes de ellos, salían a pasar uno o dos días fuera, invitados por sus familiares. Cuando esos pocos suertudos abandonaban el centro, se adueñaba de las instalaciones un silencio desgarrador, capaz de sumir en un estado de tristeza catatónica incluso a los enfermos de demencia más activos y vivarachos.
Aquella tarde, en el solitario silencio de mi despacho, recibí una llamada del supervisor de la sección A, que alberga a la mitad de los residentes de Golden Sunset, los ancianos diagnosticados con alzhéimer. Normalmente yo no tenía mucho contacto con esa mitad del centro, porque sólo podían participar en la redacción de necrológicas quienes estuvieran en plena posesión de sus facultades mentales. Ese día, sin embargo, muchos miembros del personal estaban de permiso, así que debía echar una mano en todo lo que hiciera falta.
Me pidieron que hiciera guardia delante de una habitación doble. El supervisor me dijo que la abuela Song Jae-soon había vuelto a escaparse. Mi tarea consistía en esperar y avisarlos de inmediato si la fugitiva regresaba a su habitación mientras ellos escudriñaban hasta el último rincón de la residencia. Planté la sillita plegable que me había traído de mi despacho en mitad de la puerta para mantenerla abierta y me senté. Con el walkie-talkie en la mano, miré a uno y otro lado del pasillo con la esperanza de detectar alguna señal de la abuela Song Jae-soon.
Entonces vi una figura de pie dentro de la habitación, con la espalda apoyada en la pared. Era una mujer delgada que iba cubierta de blanco de pies a cabeza. Solté un grito ahogado.
— No te asustes, no soy ningún fantasma — murmuró la figura, y se rió con ganas —. Ya me has visto antes, ¿no te acuerdas?
Se llamaba Mook Miran y era la compañera de habitación de la abuela Song. Efectivamente, la había visto la primera vez que entré en su cuarto. Ese día estaba en su cama, despertándose muy despacio de una cabezadita. No la reconocía: de pie era muy alta, pero tumbada era imposible diferenciarla de otros cuerpos envejecidos, igual de apáticos y escuchimizados.
— Tú eres la mujer de las necrológicas, ¿verdad?
Sonrió y se le subió el color a las mejillas.
Mook Miran era una mujer con un aspecto un poco raro y un nombre igual de raro: nunca había conocido a una coreana llamada Mook. Tenía una abundante melena de pelo rizado y rebelde, completamente blanco, que le rodeaba la cabeza como una aureola. Los brazos eran largos y delgados, como las pinzas de un cangrejo de las nieves. Bajo la luz fluorescente, podías leer su cuerpo como un mapa: se le transparentaban las venas, como senderos de montaña entrecruzados, la mayoría de color malva y azul claro. La intensa luz también le dibujaba unas sombras como de mariposa bajo los pómulos marcados.
— Sí, soy la mujer de las necrológicas — respondí, todavía sin salir de mi asombro ante aquella anciana.
— Te he visto fuera, en el jardín de cosmos, hablando con los viejos — dijo la señora Mook.
Llamaba a los otros residentes «los viejos», como si ella no lo fuera. Sin embargo, teniendo en cuenta su buena vista y el hecho de que se acordara de mí, me pregunté qué hacía ella en la sección A.
— Deberías escribir mi necrológica — dijo enseñando un incisivo mellado.
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