Pamplona, 2 de agosto de 2022

Aitor detestaba los funerales. No es que en general un funeral sea plato de buen gusto para el común de los mortales, pero a él le traían recuerdos especialmente amargos. Tampoco había perdido a familiares ni amigos muy cercanos (aquel era el primero), pero su cabeza lo llevaba de vuelta a uno de los momentos más bochornosos de su vida. Que, dicho sea de paso, no eran pocos.

Hace un par de años, cuando el abuelo de Eva falleció, Aitor tuvo que asistir al funeral, cerca de Lesaka, en el norte de Navarra. Ella ni siquiera conservaba familia allí, pero el abuelo había dejado bien claro en el testamento que quería ser enterrado junto a su madre, en el panteón familiar. Lo que hacía harto probable que, independientemente de la época del año en la que el abuelo pasara a mejor vida, la lluvia fuera uno más de los asistentes al entierro. Y, desde luego, así fue.

Portada de 'El pacto de las colonias'. Elkar

Aquella zona ostentaba con creces el récord de ser la más húmeda de todo el territorio nacional. Así que, desde su salida de Pamplona, mientras Aitor conducía, el cielo se iba tornando cada vez más gris, más plomizo. A la altura de Santesteban, los parabrisas no daban abasto para descargar toda el agua del cristal.

Aunque, sin lugar a dudas, lo peor estaba por llegar.

Eva, en el asiento del copiloto, miraba, taciturna, por la ventana. Era como si el paisaje supiera perfectamente cuál era el destino de la pareja y quisiera poner su granito de arena para componer el decorado ideal. Las gotas de lluvia recorrían el cristal de la puerta en una especie de carrera a varias bandas por llegar al otro extremo. Fuera, el ejército de robles y hayas se alzaba con solemnidad y, por momentos, parecían saludar al coche que zigzagueaba por la carretera meciendo sus copas al compás del viento.

El móvil de Eva emitió un sonido que la sacó de golpe de sus pensamientos.

—¿Todo bien? —preguntó Aitor, algo preocupado, al ver la cara de decepción de su novia mientras miraba la pantalla.

—Mi primo Jorge —suspiró—. No puede venir al funeral.

Su mujer acaba de romper aguas.

—Bueno, cariño, no te preocupes. Seguro que va todo fenomenal —contestó, restándole importancia e intentando animarla—, hoy en día estas cosas están muy controladas y…

—No es eso —cortó, un poco arisca—. Jorge iba a ser uno de los portadores del féretro del abuelo. Ya sabes que mi padre es imposible que levante semejante peso. Así que creo que el siguiente en la lista eres tú.

Eva lo miraba con cara de consternación. Aitor supo entonces que no era cuestión de su primo. Era una preocupación genuina, una mirada que le pedía a gritos que no la liara. Y no le faltaba razón.

—Te prometo que tendré todo el cuidado del mundo —dijo,

intentando transmitir una cantidad aceptable de seguridad.

Ella permaneció seria y, sin apartar la mirada de la carretera, asintió.

A su llegada al pueblo, varias decenas de paraguas se arremolinaban en la puerta del tanatorio. Un murmullo suave de pésames y palmadas en la espalda indicaba el lugar exacto donde se encontraba la familia del finado. La madre de Eva era menuda, como ella, pero con ese carácter fuerte que forja a la mayoría de las mujeres que han crecido entre caseríos y pastos.

Hacía muchos años que había abandonado el pueblo para irse a vivir a la ciudad, pues consideraba Pamplona una gran urbe en comparación con Lesaka. Allí no tardó en encontrar trabajo como secretaria en una gran constructora, donde poco después conoció a su marido, que regentaba el despacho de al lado y el cargo de director de la compañía. El resto de la historia se escribió sola: primero, una boda exprés y, tras eso, dos hijas con un futuro tan prometedor como acomodado, que únicamente fue perturbado con la llegada de los yernos. Aunque, en el caso de Aitor, ni siquiera podía llamarse eso.

Llevaba muchos años de relación con Eva, tantos como los que tenía la orla de Bachillerato que lucía en la pared de la casa de sus padres. Se conocieron justo antes de empezar la universidad y, desde entonces, para disgusto de la madre de ella, no se habían separado. Aitor era a sus ojos un pusilánime, alguien que pulula entre el estatismo y la acción. Nunca terminaba nada. Nunca se atrevía a ser nadie. Y prueba de ello era que, tras más de veinte años de relación con su hija, no se decidía a dar el paso de casarse. Eso irritaba hasta el extremo a la madre de Eva. Y Aitor no solo lo sabía, sino que lo percibía en cada visita parental y en cada mirada que su suegra le lanzaba, atravesándolo con sus azules punzones.

Esos mismos que ahora estaban anegados de lágrimas en el tanatorio. Aitor sintió que, por primera vez, su suegra lo miraba distinto. Algo así como un grito de socorro desde el dolor de la pérdida, solicitando el armisticio por un día. Seguía oscuro y lloviendo a mares, pero él tenía una oportunidad.

Y no pensaba desaprovecharla.

—Lo siento mucho, Rosa —dijo Aitor, abrazándola.

Ella asintió y él dejó paso al resto de las personas que hacían fila para dar el pésame a la familia del difunto. De repente, desde el otro extremo de la sala, vio que Eva le hacía un discreto gesto para que se acercara. Estaba rodeada de varios hombres: su tío Ramón y un par de primos.

—Aitor, dice mi tío que el personal del tanatorio se encarga de meter el ataúd del abuelo al coche, pero que al llegar al cementerio ya es cosa nuestra.

El tío de Eva asentía lentamente al lado, mirándolo de arriba abajo. Desde luego, era familia de pocas palabras.

—Vale, sin problema. Estaré atento.

Cuando la comitiva llegó al camposanto, la lluvia arreció.

Aitor se colocó en la puerta trasera del coche fúnebre. Algunos familiares intentaban cubrir las cabezas de los portadores del féretro con sus paraguas, pero el esfuerzo era en vano. El viento

hacía que lloviese de lado. Cuando levantaron el ataúd para colocárselo encima de los hombros, Aitor comprendió el significado de «pesa más que un muerto». No sin esfuerzo, llegaron a la zona del panteón familiar. El cura del pueblo pronunció un rápido salmo a los pies del sepulcro mientras las personas se afanaban por sujetar los paraguas para que no salieran volando. La madre de Eva, en primera fila, estaba arropada por sus hijas, que la agarraban de cada brazo. Aitor y el resto de los portadores sujetaban las cuerdas que iban a bajar el ataúd a la tumba. El enterrador del pueblo siempre se valía de los más jóvenes y fuertes del funeral para esta tarea, en la que él solo se dedicaba a dar la señal para ir soltando cuerda, como el capitán que pide a la tripulación que suelte amarras.

Cuando la señal llegó y comenzaron a aflojar los estribos, la caja empezó a bajar rítmicamente hacia el sitio de su descanso final. Los cuatro hombres movían los brazos de manera sincronizada mientras la lluvia seguía sin dar tregua. Aitor sentía los antebrazos doloridos y empapados. De repente, el cabo se le resbaló de las manos.

Y todo lo que vino después pasó en un segundo.

Con un movimiento casi grácil, el ataúd se tambaleó y cayó a la fosa acompañado de un terrible struendo. El silencio, durante un momento, fue literalmente sepulcral. La madre de Eva miraba atónita a Aitor. Había dejado de llorar y el color de la cara iba pasando del blanco pálido al rojo colérico.

Uno de los primos de su novia se asomó a la fosa.

—La tapa se ha abierto y el abuelo está fuera —anunció con cara de desconcierto.

Varios hombres del pueblo acudieron enseguida al socorro.

El murmullo de la gente crecía como una ola en el camposanto.

Las señoras más mayores se santiguaban. Que el muerto se salga del ataúd en el entierro es uno de los peores presagios para una familia.

Aitor estaba paralizado. No podía quitar ojo a su suegra ni a Eva. Recordó la conversación del coche y supo que esta vez había cruzado una frontera desconocida y temible. La madre abandonó el cementerio entre gritos de dolor acompañada por sus hijas. La cara de Eva, mirándolo desde lejos entre crucifijos y ángeles, no se le olvidará jamás. Era una mezcla de desesperación, de frustración, pero, sobre todo, de una profunda decepción.

Aquel día terminó de romperse algo más que la tapa del féretro del abuelo, y, semanas después, ella le anunció que se marchaba de casa. 

Ficha

Título: ‘El pacto de las colonias’

Autora: Laura Azcona

Género: Thriller

Editorial: Plaza&Janés

Páginas: 320

El semáforo en verde lo sacó de sus pensamientos. Metió primera y continuó la marcha. Habían pasado casi tres años desde ese episodio, pero lo recordaba con una claridad que parecía no menguar con el tiempo. Ahora, camino del funeral de su amigo Mario, sintió algo parecido al alivio por no tener que repetir algo así. Para empezar, porque se trataba de una cremación; en segundo lugar, porque los últimos años de su vida lo habían distanciado progresivamente de él.

Casi al instante, Aitor se sintió culpable por pensar de aquella manera. Mario había sido un buen amigo desde aquel campamento en las colonias de Hondarribia. Entonces apenas tenían once años, pero su amistad se extendió mucho más allá del verano del 92, cuando llegaron a la universidad y poco a poco comenzaron a verse menos, a frecuentar grupos y locales diferentes y a olvidar que se extrañaban. A pesar de que los dos vivían en Pamplona, habían mantenido el contacto de manera muy esporádica. Un wasap por los cumpleaños, una felicitación de año nuevo y varios abrazos cuando coincidían con dos copas de más por el Casco Viejo, con la omnipresente promesa de tomar un café que nunca llegaba. Y que ya no llegaría, dadas las circunstancias, pese a que Mario le había escrito hacía un par de semanas insistiendo en cenar juntos.

¿Por qué le había dado largas? La pregunta le martilleaba la cabeza y le impedía dar con una respuesta. O, bueno, quizá sí que la tuviera, pero con el cóctel de emociones previo al entierro prefería no pensar en ello. Habían acabado quedando la semana siguiente. Por una parte, porque Aitor lo había estado postergando; por otra, porque su trabajo como ingeniero de molinos en una importante multinacional de renovables lo obligaba a viajar de vez en cuando y acababa de llegar de Sudáfrica. Sintió una punzada en el estómago y una nueva oleada de culpabilidad volvió a agitarlo. Ahora era demasiado tarde.

SOBRE LA AUTORA

Laura Azcona es periodista. Ha trabajado en varios medios de comunicación, como Telecinco, El Diario, La Sexta, Antena 3, El País u Onda Cero. El pacto de las colonias es su primera novela, un original thriller de aventuras.