LA tremenda patada que un sector ideológico quiso propinar a las incipientes instituciones democráticas vascas se llevó por delante la vida de Ramón Begoña, un simple obrero de Derio. Un puntapié mortal, de odio, dirigido con precisión a los testículos de un hombre de 36 años, marmolista de profesión y militante del PNV, lanzado por un contramanifestante durante una movilización en favor de las instituciones de Euskadi.

Ramón Begoña Latxaga murió el 21 de julio de 1980 en el hospital de Cruces. Habían transcurrido dieciséis días de intenso dolor y agonía desde que recibiera una patada en el bajo vientre durante los enfrentamientos que tuvieron lugar en Bilbao, frente al Palacio de la Diputación de Bizkaia, al término de una manifestación convocada por el PNV en defensa de las instituciones que por aquel entonces echaban a andar. “Lo reventaron”, cuenta Pedro Begoña, hermano mayor de Ramontxu.

Es una historia casi olvidada, salvo para sus allegados, que lo siguen recordando con emoción y cariño. De ojos vivarachos cargados de experiencia a sus 86 años, Pedro recuerda con afecto a su hermano Ramón en el Derio de sus desvelos: “Era un gran trabajador, un hombre serio, responsable. No se metía con nadie”, repite, como una punzada.

Pero ¿qué ocurrió para llegar a tan trágico desenlace? Los hechos revelan un contexto de violencia inusitada, de incertidumbre, de ignorancia por parte de algunos sectores sobre el significado de la democracia y de desprecio hacia la apuesta que Euskadi hacía en favor de su autogobierno. Tiempos duros.

Todo comenzó la tarde del 26 de junio de hace 34 años. Tres meses antes, el 9 de marzo, habían tenido lugar las históricas primeras elecciones al Parlamento Vasco, que intentaba ponerse en marcha. La Cámara ni siquiera tenía aún sede -posteriormente se habilitó la que hoy ocupa en Gasteiz- y aquel día el Pleno tenía lugar en la sede de la Diputación vizcaina. “Minutos antes de constituirse siquiera, algunos trabajadores de Nervacero y otros personajes irrumpieron en el salón y secuestraron al Gobierno y al Parlamento”, recuerda Juan José Pujana, primer presidente de la historia del legislativo vasco.

Quizá la palabra que utiliza (“secuestro”) suene excesivamente dura, pero los hechos, fríos ya más de tres décadas después, parecen acompañar su apreciación: “A mí y a todos los miembros de la Mesa nos rodearon y no nos dejaron movernos en ningún momento. Daban voces, nos amenazaban. No pude ni coger el teléfono. Fueron momentos terribles”, afirma Pujana.

Fue, en efecto, una tarde-noche de gran tensión, que duró hasta más allá de las seis de la madrugada del día siguiente. Un hecho hoy prácticamente olvidado o ignorado. Quienes irrumpieron a la fuerza pretendían que el Parlamento les diera una solución al problema de su empresa. El que fuera presidente del Parlamento insiste en contextualizar la situación general que vivía el país, con una terrible convulsión política, social y económica, agravada por una crisis galopante que llevaba a Euskadi a tener una tasa de paro superior al 25%. Todo ello, unido al terrorismo de las distintas ramas de ETA, de los Comandos Autónomos, de la extrema derecha, de los abusos policiales, de las torturas, de la incertidumbre sobre la situación política hacían un cóctel que derivaba en un “clima social tremendo”. “Y sin embargo”, insiste Pujana, “había que apostar y se apostó, se constituyeron las instituciones, la administración propia, y a pesar de aquel ambiente hostil, se dialogaba, se negociaba, se acordaba; el diálogo valía”, dice.

Inviolable En aquel momento, los trabajadores de Nervacero llevaban siete meses de lucha por sus condiciones laborales y sus puestos de trabajo. La desesperación -y, a decir de muchos de los que vivieron aquello, la manipulación interesada y la demagogia que inculcaban ciertos sectores- empujó a algunos hacia hechos injustificables. Hay que recordar que en aquellos tensos momentos de la retención de los electos se presentaron en la Diputación altos dirigentes y cargos de HB, que no habían acudido nunca al Parlamento “vascongado” y lo hacían solo esta vez para “defender” la causa de los trabajadores, lo que fue interpretado como un intento de capitalizar la situación. Por su parte, miles de militantes del PNV se acercaron en solidaridad con los retenidos. La situación podía reventar en cualquier momento.

“Una ofensa gravísima y una traición a las instituciones”, calificó entonces los hechos Juan José Pujana. Después de 34 años, mantiene sus calificativos. “Aquello fue violar el Parlamento, y un Parlamento es inviolable, porque representa la voluntad popular. Lo contrario es propio de un Estado no democrático”, afirma.

El secuestro del Gobierno con el lehendakari Carlos Garaikoetxea a la cabeza y de todo el Parlamento -incluido el lehendakari zarra Jesús María de Leizaola, que recibió graves insultos- sumió de preocupación al PNV, consciente de lo que se jugaba Euskadi. El Gobierno vasco afirmó que “la ocupación del Parlamento Vasco” constituía “un atentado frontal a la democracia” y añadía que “la retención, de hecho, de los representantes legítimos del pueblo (es) un hecho gravísimo que en ningún caso se puede justificar”. El lehendakari Garaikoetxea, por su parte, lo calificó de “ataque frontal a la democracia” y “desprecio olímpico a la representación legítima del pueblo”, así como “un acto que en cualquier país civilizado sería perseguido como un delito gravísimo”.

Ante esta situación, el EBB convocó una manifestación para el 5 de julio en Bilbao “para expresar unánimemente nuestro apoyo al presidente, Gobierno y Parlamento Vasco y nuestra decisión de no doblegarnos ante el miedo, la intimidación, la violencia”. Pero el PNV se quedó solo. La movilización fue automáticamente tachada de “antiobrera” por la izquierda radical y considerada como un ataque a los trabajadores de Nervacero. De hecho, el Comité de empresa la calificó de “provocación a los trabajadores de Nervacero e indirectamente a todos los trabajadores de Euskadi”. Inmediatamente, corrieron los rumores de contramanifestaciones para el mismo día de la convocatoria. La tensión era máxima.

Ramón Begoña, militante del PNV desde que pudo afiliarse tras la muerte de Franco, no lo dudó. Era un trabajador más, pero quiso reivindicar con su presencia el apoyo a las instituciones vascas. Aquella tarde, en la que hubo varias refriegas entre quienes se manifestaban en favor del Parlamento y del Gobierno vascos y quienes se solidarizaban con los obreros entre gritos continuos de “gora ETA” y de insultos a los “burgueses” del PNV, y ante la pasividad de la Policía pese a las agresiones que se estaban produciendo, fue Ramontxu quien recibió una patada que resultó mortal. Un obrero que se ganaba la vida grabando letras y símbolos en las lápidas y estelas funerarias, muerto a pies de quienes decían defender a los trabajadores. La paradoja perfecta.

“Aquello fue un impacto tremendo”, recuerda ahora Koldo Mediavilla, parlamentario del PNV y miembro del EBB y que vivió aquello en primera persona. Ya desde la primera manifestación convocada por los jeltzales en 1978 contra ETA, las bases nacionalistas fueron conscientes del riesgo real de enfrentamiento con la izquierda abertzale en la calle. Y se produjo, relata Mediavilla. Tanto durante el secuestro del Parlamento como durante la manifestación posterior, el PNV se dio cuenta de que “venían a por nosotros, buscaban el enfrentamiento directo”. “Ramón Begoña era un militante de base, un trabajador, y el impacto en el partido fue brutal, supuso una convulsión interna porque fuimos conscientes de que nos podían matar”, relata.

Nunca se supo quién dio la patada mortal. Nadie asumió su responsabilidad. Dorita Villanueva, la esposa de Ramontxu, e Izaskun, su hija de tan solo siete años, tuvieron entonces que apañárselas para salir adelante. Sin ningún tipo de ayuda. Sin reconocimiento alguno. “Lepoan hartu ta segi aurrera”. Uno más que llevarse al hombro. En realidad, Ramón Begoña, oficialmente, no es una “víctima”, no está reconocido como tal. Ni siquiera el Parlamento Vasco recuerda que murió de forma trágica y violenta en defensa de su creación. El EBB del PNV le consideró entonces “víctima del pueblo vasco en la defensa de sus instituciones” y “de la libertad de expresión”. Tres décadas y media después, Koldo Mediavilla lo corrobora: “Eso no se olvida, aunque la memoria ha soportado mucho. Fue una barbaridad”. Una más para nuestra memoria colectiva.