Recostado en el rebote, reposando la espalda en la piedra centenaria del Astelena, Aritz Laskurain da un trago a una botella que encierra un líquido de color arena y que sabe a mar, un sorbo de océano, salado, isotónico. La bebida, explica después el zaguero de Soraluze es Umeboshi, la savia de las ocaranas japonesas, que descansan en el fondo del recipiente. Abrazado al encurtido del ume (una variedad japonesa de albaricoque), mezclado con agua y arroz de melaza alcanzó la final del Campeonato de Parejas 2008 en la que cedió junto a Titín III ante Olaizola II y Mendizabal II. Transcurridos dos años de aquella estampa, en un día soleado, el aire calmo, Laskurain sube las escaleras hacia la sala de fitness del polideportivo de Ermua, donde perfila su físico ante el reto de la final. En su mano derecha sostiene una botella de plástico de diseño más sofisticado. La bebida, anaranjada, es dulce y no necesita una explicación del pelotari. Nada tiene de misteriosa o mística. Todo lo expresa la etiqueta: Aquarius. "Sí, es posible que las dos bebidas representen un época de cambios", confiesa Laskurain después de una ajetreada mañana de entrenamiento físico en el que mezcla trabajo aeróbico con elementos de fuerza, estiramientos y algún que otro ejercicio de pilates. Acallados los volcánicos acordes de rock&roll que envuelven el esfuerzo del andamiaje de Laskurain, un par de kilos más musculado -"serán los kilos de felicidad", bromea- y tras el goce reparador de la ducha, Aritz se sienta frente a una cerveza sin alcohol y repasa un año repleto de transformaciones, el de 2009, -"en el que he aprendido de las crisis", destaca- hasta alcanzar el presente, la final del Parejas de Gasteiz en plenitud, "mejor que nunca".
Para atracar en el puerto de la dicha, en el del equilibrio y el bienestar, Laskurain tuvo que reinventarse, transformarse, completar una metamorfosis absoluta de dentro hacia fuera, de las entrañas a la dermis, del corazón a la coraza, que volteó su manera de entender la vida y la pelota debido a una bacheada trayectoria en los frontones que desembocó en una mutación profunda, inopinada, pero de la que se siente orgulloso. "Los cambios profundos llegan así, después de malas experiencias, supongo. De todas maneras las decisiones las he tomado yo y eso es lo importante. Ahora llevo las riendas. Tal vez sin las crisis que tuve en 2009 no las hubiera tomado, pero me han venido bien, de eso estoy seguro. De las crisis se aprende y en mi caso creo que me han ayudado. Visto con el tiempo, a mí me han venido bien para salir reforzado. Tengo claro que ahora estoy así por lo que he tenido que pasar", relata el guipuzcoano, que fija su primera caída en el Parejas del curso anterior, cuando fue incapaz de concluirlo porque sus manos se rebelaron al castigo de un torneo que no hace prisioneros, que muerde con la mandíbula tensada y los incisivos afilados. "Me lesioné y no pude acabarlo porque tenía las manos mal, pero más que eso, lo que me preocupaba era el hecho de que no jugué bien cuando pude hacerlo, estaba nervioso en la cancha".
en solitario Aritz es sincero, ajeno a las dobleces y mantiene todavía el espíritu que impulsa a los autocríticos y por eso se afanó en la espinosa tarea de hallar soluciones rastreando su interior, un ejercicio que requiere valentía para sostener la mirada ante uno mismo. Sentía Laskurain que perdía pulso, algo que la élite, despiadada, no perdona y optó tras someterlo a escrutinio con su mente por dar por concluida su relación laboral con Igor Gutiérrez, el que había sido su preparador físico además de amigo, desde su inicio en el profesionalismo. "Llegó un momento en el que aposté por mí. Tenía que cambiar. Creo que se acabó un ciclo para mí y se lo comenté a Guti, pero no fue de malos modos ni nada de eso, simplemente tomé otro camino. Tenía que evolucionar". Con ese gesto, un punto traumático, porque todas la rupturas lo son, emprendió Laskurain una senda propia sentado al volante, gobernando el rumbo de su porvenir, sin necesidad de atender a las indicaciones de su entorno. "Digamos que antes me dejaba guiar y cumplía a rajatabla con lo que me decían y en un momento opté por tomar las riendas de mi vida profesional: decidir lo que quería hacer, para bien o para mal". Con la experiencia acumulada de su trabajo en común con su preparador físico, no tardó Laskurain, metódico, disciplinado, en moldear su nueva realidad. "El apartado físico apenas ha cambiado de la etapa anterior. Entreno igual de fuerte, con la misma exigencia que antes, pero soy yo el que decide qué hacer dependiendo de las sensaciones que tenga, en plan autodidacta", destaca el zaguero de Soraluze.
Repuestas las manos, las que le habían arrancado del Parejas, se acercó Aritz al verano con la ilusión de revertir el invierno, en busca del sol para combatir el frío que le recorrió el espinazo durante el torneo que le empujó a un periodo reflexivo. En junio, cuando la pelota adquiere el tono del veraneante y el frenesí del feriante, Laskurain estrenó unos tacos nuevos, de un material más rígido, que protege más la carne de los impactos despiadados de la pelota, esa piedra vestida de cuero. "Eran muy diferentes a los que utilizaba yo, que son más blandos, pero al principio los tacos me fueron muy bien. Recuerdo que salí muy contento de Mungia, hice un buen partido, jugué muy a gusto". Recobrado el latido de ánimo, persuadido de que aquello suponía el despegue, Laskurain continuó con las protecciones en el equipaje de mano en el frontón de Ordizia. Allí se estrelló de mala manera. Directo al abismo. En picado. "Fue horrible, hice un parche terrible. Jugué muy mal, no me entraba la pelota en la mano". Contrariado tiró los tacos a la papelera del olvido. "A muchos, esos tacos les van bien, pero a mí no, cambiaban su comportamiento dependiendo del frontón o del material y perdí totalmente la confianza en mi juego. Me descentré por completo. Pocas veces había tenido esa sensación de saber que estás mal, iba con miedo al frontón por el hecho de que no me veía bien y así es imposible rendir como es debido".
falta de confianza A Aritz, obsesionado entonces con la pelota -lo descubrió más tarde- se le desplomó la confianza, escurrida por el desagüe, el peor de los síntomas para un deportista que se alimenta principalmente de sensaciones, de esa seguridad que ofrece el sentirse seguro, convencido de lo que hace. "Julio fue desastroso. Caí en picado", indica Laskurain descarnado, pero con la voz serena, humilde. El impacto desencajó al guipuzcoano, espartano, exacto en sus costumbres, en el modo de acercarse al juego, Engullido por el caos, intentando asimilar tantos sobresaltos, el de Soraluze, discípulo de Stajanov, amigo del trabajo se elevó una vez más. "En agosto ya me veía mejor, con más seguridad y en La Blanca me vi con confianza", apunta Laskurain, que empezaba a disfrutar de su nueva decoración, de su nuevo domicilio. Se sentía liberado el de Soraluze gestionando los hilos de su vida, respondiendo a sus instintos. "De alguna manera dejé de pensar tanto en la pelota de manera global. Aprendí a conectarme únicamente cuando era necesario y disfrutar del resto de las cosas con más intensidad, alejando un poco la pelota de mi vida".
Paradójicamente para tomar distancia del juego, Laskurain la focalizó más de cerca, al microscopio, con mayor intensidad. En septiembre abandonó el torno -programaba una máquina de control numérico a media jornada en Lasher, Laskurain Hermanos- el taller familiar en el que se empleaba a media jornada dependiendo del horario de entrenamiento para volcar su energía en la pelota. En la decisión contribuyó la crisis que golpea sin clemencia al mercado, a la sociedad, a las familias, a las personas. "Tenía pensado dejar el trabajo porque era un esfuerzo extra y además se dio la coyuntura", despieza el guipuzcoano, que se siente "pelotari las 24 horas del día". El organismo, sabio, le agradeció el gesto con una mejor respuesta ante la exigencia competitiva. "Empecé a sentirme más fresco, tenía el cuerpo más descansado y en el deporte el descanso es tan o más importante que el propio entrenamiento", radiografía Aritz.
más maduro De ese viaje iniciático repleto de experiencias que emprendió en invierno, en la búsqueda de su nuevo yo, alumbró una renovada personalidad en la cancha. "Yo estaba acostumbrado a ser el acompañante, a hacer mi trabajo lo mejor posible, pero dejar la responsabilidad a mi delantero", expresa el de Soraluze que por norma general prestaba cobertura a delanteros de la intensidad y el carácter de Martínez de Irujo o Titín. Sucedió que en la presente edición del Parejas debió arropar a Sébastien Gonzalez y se vio en la obligación de despojarse de sus complejos, de su perfil bajo, tímido, demasiado estricto incluso, para redimirse y tomar por la solapa al torneo y mostrarse vigoroso, autoritario y rompedor. Aquella tarde sin retorno en Eibar ante Olaizola II y Mendizabal II, la misma pareja que le tumbó en la final de 2008, se elevó Laskurain majestuosamente y arrastró a Gonzalez a la liguilla de semifinales tras un agónico 22-21. "Salí a soltarle a la pelota, o hacíamos tanto o perdíamos, pero no tenía intención de aguantar hasta que nos lo hicieran", rememora el de Soraluze, comodísimo en su personalidad, la que confeccionó con paciencia, disciplina y capacidad de encaje durante un año. Aritz se sigue apoyando en el rebote, pero ahora bebe Aquarius.