Hay un consenso científico general (exceptuando a los negacionistas, y liderado por algunos políticos) de que la actividad humana industrial es la causante del calentamiento global y, en última instancia, ha contribuido en gran parte al cambio climático con sus emisiones de CO₂ y gas metano, al parecer por la pedorrea vacuna. Los informes de los paneles de expertos de las diferentes organizaciones que tratan de paliar la situación así lo atestiguan, aunque también se reconoce que hay ciertos ciclos climáticos naturales que están siendo acelerados por la actividad humana.

Las negociaciones para la reducción del CO₂ y para no superar el aumento de la temperatura media global -limitada a menos de 2 °C respecto a los niveles preindustriales, y con el esfuerzo adicional de mantenerla en 1,5 °C- han sido y son complejas. Los acuerdos fueron firmados en París en 2015. Ahora estamos en el año 2025 y ya hemos alcanzado los 1,3 °C. Difícil lo tenemos, en el contexto actual, para alcanzar dichas metas.

Los países que han contaminado y contaminan más no quieren pagar la factura de aquellos que sufren más las consecuencias del calentamiento global. Por otra parte, los países menos industrializados reclaman su derecho a continuar usando energías fósiles para su desarrollo, en general más económicas que las energías renovables o la nuclear.

Con la llegada al poder, en muchos países, de líderes políticos escépticos que no creen en la causa humana del calentamiento global, las negociaciones y los acuerdos para afrontar este gran problema de la humanidad serán cada vez más difíciles de alcanzar. Es el tsunami que nos ha llegado desde el otro lado del Atlántico. Y en esas estamos.

Por otra parte, la sociedad y el modelo económico consumista que hemos desarrollado han contribuido a la producción de ingentes cantidades de basura de todo tipo: orgánica, tecnológica, plásticos, materiales sintéticos, subproductos industriales, nucleares... y hasta hemos conseguido sembrar el espacio sideral de basura metálica.

Muchas ciudades tienen enormes problemas para poder recoger y disponer adecuadamente de los residuos de los hogares. No hay más que darse un paseo por las grandes urbes para darse cuenta de la magnitud del problema. En los países del sur, la contaminación medioambiental de ríos, cuencas y lagos con plásticos y otros desechos está a la orden del día.

Durante años, los países ricos han exportado basura en barcos hacia los países más pobres. Claros ejemplos son países como Ghana, que recibía toneladas de material electrónico, o Pakistán e India, que aceptaban -hasta que dijeron basta- barcos con cantidades ingentes de productos textiles. Compañías como H&M, que aceptan productos prometiendo ser reciclados, terminan enviándolos a países del sur como Kenia y Uganda, pasando por Ámsterdam, como lo han mostrado varios periodistas en sendos reportajes. La hipocresía del reciclado no conoce límites. El nivel de reciclaje de los otros materiales está lejos de ser óptimo. Tal vez deberíamos producir menos y reciclar más.

Y tenemos, cómo no, los plásticos: esos materiales que son parte de nuestra vida cotidiana y que las nuevas leyes en muchos países tratan de limitar. Hemos visto cómo esas grandes islas flotantes, de varios kilómetros cuadrados de superficie y varios metros de profundidad, van a la deriva por los océanos como grandes icebergs, sin que haya manera de evitarlas. Algunas iniciativas privadas están tratando de limitar estos desastres, pero al ser aguas internacionales, nadie se hace responsable. En esas aguas, los grandes buques de transporte de mercancías o pasajeros descargan la basura sin ningún tipo de control.

Sí existen acuerdos internacionales, pero no hay organismos que puedan controlarlos y hacer que se cumplan. Y de los macroplásticos pasamos a los microplásticos, que, según varios estudios médicos, ya estarían presentes en nuestra cadena alimentaria, penetrando en nuestro organismo y pudiendo ser causa de enfermedades relacionadas con el sistema circulatorio o nervioso. Todo esto aún está en estudio.

Dos corrientes diferentes parecen disputarse las estrategias de control: quienes dicen que hay que filtrar y limpiar más, y quienes abogan por una menor producción de plásticos en general. Entretanto, el tratado para el control de los microplásticos parece estar empantanado en infinitas discusiones internacionales, con el tira y afloja de las interminables negociaciones intergubernamentales que recuerdan a los filmes de los hermanos Marx.

Las catástrofes medioambientales con productos tóxicos de la minería o de la extracción del petróleo han sido frecuentes y prácticamente en todos los países, aunque en algunos casos se han guardado bajo secreto durante muchos años y solo salen a la luz décadas después. El fondo de nuestros océanos está lleno de basura armamentística y bidones con restos nucleares, incluso no muy lejos de las costas europeas, como en el golfo de Vizcaya o el mar Báltico.

También hemos visto en la prensa las alertas dadas por astrónomos y astrofísicos sobre la cantidad de basura espacial, que incluye satélites fuera de servicio, partes de cohetes y todo tipo de fragmentos. Según los datos de 2024, habría más de 36.000 objetos de más de 10 cm que son rastreados activamente, cerca de un millón entre 1 y 10 cm, y más de 130 millones menores de 1 cm. En varias ocasiones ya se ha mencionado el riesgo que supone para las misiones espaciales. Según los expertos, podrían causar el efecto Kessler, una reacción en cadena de colisiones que podría hacer el espacio cercano inutilizable.

Hace unas semanas, el “agente naranja” ha anunciado el desarrollo de aquella genial idea del actor-presidente -o presidente que era actor-, es decir, crear un escudo antimisiles: estar cada vez más cerca de las guerras de las galaxias. Esa carrera, que parece haber arruinado a la Unión Soviética y acelerado su caída, tuvo lugar en tiempos de la détente entre las potencias de la Guerra Fría.

Se trataría de construir un escudo dorado antimisiles para todo el territorio de los EE. UU., con un coste de 147.000 millones de dólares (las hipérboles acostumbradas de los millones), que sin duda favorecería a los oligarcas que han apoyado la elección del nuevo aspirante a emperador. Un negocio muy lucrativo que, en lugar de afrontar los problemas que tenemos aquí en la Tierra, hará más ricos a los ricos. Harían falta unos cuantos cientos más de satélites para desarrollar esa terrible amenaza que suponen Corea del Norte, Irán, China y Rusia para la existencia de los EE. UU.

En las enseñanzas de religión católica suelen representar a Dios como un ojo dentro de un triángulo, queriendo significar que todo lo ve, desde allí donde tenga su residencia. Ya puedo imaginar a los astronautas -con el comandante Tom llamando a control- que vuelvan de la Luna o de cualquier otra misión espacial, diciendo: “Houston, tenemos un problema”. Mientras tanto, el ojo de Dios seguirá observando los avatares terrícolas, y seguiremos sufriendo las olas de calor, cada vez más frecuentes, como todos las estamos experimentando.