La ceremonia de entrega de los Oscar de 2024 encumbró para los anales de la historia cinematográfica a la película Oppenheimer, al otorgarle siete estatuillas –entre ellas, mejor película, mejor director y mejor actor–. Dirigido por el siempre impactante Christopher Nolan, este largometraje –que hace buena esta palabra, con sus 3 horas de duración– narra la historia del físico americano Robert Oppenheimer y su involucración como director del Proyecto Manhattan. Dicho proyecto fue impulsado por el ejército de los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial de cara a concebir y producir la bomba atómica, en lo que constituyó una carrera contra los científicos de la Alemania nazi alineados con el mismo fin en torno al Proyecto Uranio. Para ello los norteamericanos no repararon en gastos en una misión de alto secreto que, tras el éxito militar de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki, puso fin a la contienda mundial, pero no a la carrera por liderar el nuevo armamento nuclear que, como es sabido, tuvo en adelante como grandes competidores a los Estados Unidos y la Unión Soviética.
La superación de la política de bloques que deparó la caída del telón de acero trajo consigo una época de distensión general, que favoreció la reducción de los arsenales nucleares de las grandes potencias y, en lo económico, facilitó la globalización. Pero las tensiones geopolíticas han vuelto al primer plano de la actualidad, no ya por la invasión rusa de Ucrania, sino por la pujanza china y el cuestionamiento por parte de Pekín del liderazgo americano en el mundo. La rivalidad chino-americana no es un elemento novedoso y ya constituyó una cuestión destacada a lo largo de la administración Biden, que presenciaba la fortaleza del país asiático como una amenaza real a su dominio del status-quo mundial. De hecho, tras escasos meses del inicio de la contienda bélica entre rusos y ucranianos el entonces director de la CIA, William Burns, indicaba, en clara referencia a Putin, que “los poderes en decadencia pueden ser tan disruptivos como los poderes emergentes”, pero que para el país norteamericano no cabía ninguna duda de que en el largo plazo “el mayor desafío geopolítico como país viene constituido por China”.
La contienda entre Washington y Pekín se libra en múltiples ámbitos. El comercial es, sin duda, uno de ellos, y sobre el mismo nos encontramos en un compás de espera en relación con los aranceles que el presidente Trump pueda imponer a productos orientales y la consiguiente respuesta que pueda tomar Xi Jinping al respecto. Por otro lado, de forma tal vez más inadvertida pero con una gran relevancia en el ámbito de las nuevas tecnologías, Estados Unidos trata de hacerse un hueco en la cadena de obtención y tratamiento de tierras raras, imprescindibles para determinados usos industriales y tecnológicos y en la que China lleva claramente la delantera. En este sentido, no son baladís las llamadas de Trump a un “intercambio” de las tierras raras ucranianas por el armamento norteamericano que haga posible mantener contenidas a las tropas rusas, o el hecho de que Groenlandia posea unas importantísimas reservas de este y otros tipos de minerales estratégicos.
En cualquier caso, es en el terreno de la tecnología y, más en concreto, en el de la inteligencia artificial, donde se están produciendo movimientos de una grandísima magnitud y una trascendencia histórica. Sobra decir que Trump se ha rodeado en sus primeros movimientos de los más destacados exponentes de las empresas tecnológicas del país y que ha encomendado a uno de ellos, Elon Musk, la dirección del Departamento de Eficiencia de la Administración con el objeto de reducir las ineficiencias y recortar el gasto público en este ámbito. Con todo, el anuncio por excelencia vino constituido por el Proyecto Stargate, una inversión de nada menos que 500.000 millones de dólares en infraestructura de inteligencia artificial con la participación de empresas como OpenAI u Oracle, y que tiene como objeto garantizar que los Estados Unidos desarrollen los modelos más avanzados de esta tecnología en todo el mundo.
La cuantía y entidad del Proyecto Stargate no han pasado inadvertidos y, de hecho, han surgido paralelismos con el más arriba mencionado Proyecto Manhattan: sin duda, es sintomático de la importancia que se le otorga al dominio de esta tecnología por parte de la nueva administración americana de cara a conseguir “hacer América grande de nuevo”, como no se cansa de repetir Donald Trump. Tan es así que el mismo día que anunciaba Stargate Trump firmaba un decreto presidencial por el que revocaba determinadas medidas adoptadas por Joe Biden, en las que se trataba de garantizar un avance más seguro y transparente en el ámbito de la inteligencia artificial. Menos barreras para su desarrollo, aun a costa de aumentar los potenciales riesgos, y mucho dinero, una receta que evoca a la usada en Los Álamos para alumbrar la bomba atómica allá por 1945.
Pero cuando parecía que la suerte estaba totalmente echada surgió, de forma totalmente sorpresiva, un modelo de inteligencia artificial chino capaz de superar en prestaciones a las últimas versiones de las compañías norteamericanas. DeepSeek, un ingenio de una modesta compañía de Hangzhou, ha logrado doblegar en prestaciones al todopoderoso ChatGPT y, según se relata, con unos costos mucho más contenidos y por medio del uso de unos chips alejados de la última vanguardia tecnológica de la potente Nvidia. Es, sin lugar a dudas, un gran logro para el país asiático que, tras años de desarrollo silencioso y apoyo al sector, ha logrado superar las limitaciones impuestas desde Estados Unidos, que vetó hace ya varios años la exportación a Pekín de chips de última generación que pudieran ayudarle en la carrera por el liderazgo de la inteligencia artificial.
Mientras la batalla chino-americana por el trono tecnológico parece inevitable Europa trata de no quedarse atrás y hacerse un hueco en esta carrera. Paradójicamente, una bandera de esperanza viene de la económicamente maltrecha Francia: París ha acogido los días 10 y 11 de febrero una cumbre sobre la materia en la que, tras la llamada inaugural del presidente Macron a mantener la “independencia tecnológica” europea y su compromiso de 109.000 millones de euros en esta tecnología, Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, ha elevado la apuesta y prometido movilizar otros 200.000 millones con el mismo fin. Mientras, el vicepresidente americano, JD Vance, rechazaba en la capital francesa la aproximación excesivamente regulatoria que se estaba aportando y se negaba a firmar un documento conjunto que pedía una inteligencia artificial “abierta, inclusiva, transparente, ética, segura y fiable”. Todo ello cuando al otro lado del Atlántico no deja de hablarse de la oferta de Elon Musk, convertido en un verdadero “chamán” tecnológico, para comprar OpenAI –matriz de ChatGPT y participante en Stargate– por casi 100.000 millones de dólares. Como se puede comprobar, nos encontramos ante una temática en total efervescencia, en la no se habla de millones, sino de cientos de miles de ellos.
En una reciente visita al museo del holocausto de Hiroshima pude personalmente comprobar el desgarro humano y la calamidad que los éxitos militares y geoestratégicos, como el del Proyecto Manhattan, pueden llevar aparejados. Esperemos que, en este caso, Stargate no sea concebido como un proyecto de liderazgo destructivo y dominador, un elemento exclusivo en la batalla por encabezar el mundo, sino como un paso para la construcción progresiva de una tecnología al servicio del hombre, una verdadera “puerta a las estrellas” que ayude a mejorar nuestras condiciones en el planeta y a acercarnos en vez de separarnos. Aunque mucho me temo que no será así.