Engracio Aranzadi Etxebarria (Donostia 1873-Bilbao 1937), coetáneo, amigo y confidente de Sabino Arana Goiri, fue el más influyente intelectual abertzale desde la etapa posaranista (el fundador murió en 1903) hasta la década de los años treinta del pasado siglo, época en la que una nueva generación de líderes encabezados por José Antonio Aguirre renovó el corpus ideológico del nacionalismo vasco mayoritario.
Aranzadi, licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, tuvo en la literatura y en el periodismo sus grandes pasiones, siendo las tribunas editoriales y de prensa sus principales altavoces para la difusión de la doctrina nacionalista. Hombre provisto de una gran erudición que trasladaba con magnificencia de lenguaje florido y poético, desarrolló a lo largo de su vida política una idea central: el fortalecimiento de la personalidad nacional vasca.
Su ideario, por encima incluso de la consecución de objetivos de carácter independentista o de autogobierno, otorgaba máxima prioridad a este cometido ya que, en su opinión, entre el ser y el modo de ser, lo primero era lo esencial: “La independencia es un modo de ser, pero una modalidad nunca podrá ser el fin último de la persona nacional. Sobre todos los modos de ser está el ser de la nación. Esto no quiere decir que se pueda renunciar a la libertad. Eso nunca, Ni tiene un partido, ni una generación entera, poder bastante para arrebatar a su nacionalidad, la soberana facultad de disponer de sí misma”.
El escritor guipuzcoano, que había vivido en primera persona el escenario de feroz ataque y represión que el falsario sistema político restauracionista español había organizado contra el incipiente proyecto abertzale, detalló en 1908 esta idea: “Tender a la independencia, teniendo abandonadas las características de la nación y su cultura y la vida misma de la raza, es también empeño insensato”.
Dicho afán de primacía de lo nacional, se acompañó en la acción política por una apuesta por la vía de la moderación y la flexibilidad a la hora de obtener cotas de autogobierno, estableciendo así, en contra del criterio sabiniano primigenio, una de las señas de identidad de las que el PNV ha hecho gala en la mayor parte de su historia: el gradualismo. Un gradualismo que, a modo de símil montañero o mendigoizale, Xabier Arzalluz ejemplificó en la frase de que “a la cima se llega dando vueltas”; un gradualismo que, acompañado de la correcta lectura de lo que es posible en un determinado tiempo histórico, ha conseguido, desde la reivindicación siempre pacífica de la nación vasca, importantes niveles de autogobierno para una gran mayoría de vascas y vascos. En perspectiva histórica, la apuesta ganadora en el mundo abertzale ha sido y es la liderada por el nacionalismo institucional. La vía contraria, la que impulsó maximalismo y radicalidad en todo momento –abandonado al tiempo la centralidad de la persona humana en el ejercicio político– , ha sido no solo un fracaso sino un auténtico lastre para los que creemos que Euskadi es una nación y debe seguir avanzando como tal. Durante demasiados años, la construcción nacional del día a día (“eguneroko aberrigintza”) fue ninguneada y vapuleada permanentemente por un purismo autoritario para el que los fines justificaban la utilización de cualquier medio.
Desde mi óptica de independentista del siglo XXI, concepto que utilizó hace ya algún tiempo el lehendakari Iñigo Urkullu, he querido introducir la referencia al ideario de Aranzadi Etxebarria, autor de una magna obra titulada La Nación Vasca, para analizar el giro copernicano que el mundo de EH Bildu parece querer dar en su iniciativa política. Un giro, un cambio de rumbo que, sin embargo, no viene acompañado del obligado sentido autocrítico sobre la estrategia político-militar mantenida durante más de 50 años.
Hoy, el soberanismo de la izquierda radical oficial (Sortu) pretende pilotar su línea estratégica sobre la base del gradualismo, la bilateralidad, el reconocimiento de un espacio diferenciado de decisión para Nafarroa e Iparralde, todo ello aprovechando los mecanismos que ofrece la actual institucionalización de los territorios del euskera. ¿Les suena? La línea que el nacionalismo democrático ha seguido y perseguido a pesar del boicot sistemático de la izquierda revolucionaria vasca.
50 años después de haber interiorizado y asumido como válidos para la causa de la libertad de Euskadi los presupuestos de la dinámica de acción-represión-acción, 50 años después de calificar como daños colaterales las muertes de niños por acciones terroristas, de cavar y cavar trincheras sociales y de contribuir a deteriorar la economía del país aplicando la teoría del “cuanto peor mejor”, hoy asistimos al viraje de la necesidad, a un viraje obligado por las nuevas realidades sociopolíticas, un viraje azuzado además por la querencia en alcanzar con la ansiedad del principiante un poder político que hasta hace dos días denostaban por defender y consolidar los valores de una supuesta democracia burguesa.
Hoy asistimos al reconocimiento tácito que no formal, de que la política de afianzamiento de la nacionalidad de nuestro país diseñado por el nacionalismo democrático ha sido la adecuada y ha obtenido buenos frutos (vertebración institucional, simbología, legislación sobre el euskera, consolidación cultural, mecanismos de autogobierno, soberanía fiscal, selecciones deportivas propias, impulso al emprendimiento económico, inserción internacional, derechos sociales de primer nivel etc.). Por ello, sería bueno que la izquierda radical acompañara su viraje de un reconocimiento sincero y público de sus errores históricos estructurales y de las fatales consecuencias derivadas de ellos.
El “iraultza ala hil” (revolución o muerte) de la estrategia político-militar de la que fue actor principal Arnaldo Otegi solo trajo hil (morir) y erahil (asesinar); el “independien-tzarik gabe, bakerik ez” (no hay paz sin independencia) llevó a la cárcel a cientos de jóvenes (victimarios convertidos en víctimas de la dictadura del “frente de cárceles”) y el concepto de “socialización del sufrimiento” oficializado por la autodenominada izquierda abertzale fue el envoltorio perfecto que justificaba atentar contra amplios sectores ciudadanos ¿Mereció la pena? Sería bueno que Sortu, heredera directa de aquella sinrazón y partido cuasi hegemónico de EH Bildu, dijera claramente que NO.
En las primeras décadas del pasado siglo, Engracio Aranzadi Kizkitza hacía estas reflexiones sobre el radicalismo abertzale: “Hay nacionalistas cuyo lema dice independencia o muerte. Para los patriotas conscientes, el dilema es otro: Vida o vida. Abrazarse con la muerte, cuando la muerte es disolución, corrupción, polvo, nada, tanto vale como abrazarse con infinito rencor cuyas consecuencias sufre la patria. Los himnos que el pueblo asesino pueda entonar sobre la fosa en que cayó el vencido, loando su heroísmo, no llegan abajo. Vida o vida quiere decir la perpetua y cordial adhesión a la patria para engrandecerla en días de prosperidad y para cuidarla y sanarla en días de postración”. Lástima que la izquierda revolucionaria hubiera preferido El capital de Karl Marx y El Libro Rojo de Mao Zedong a La Nación Vasca y a Ereintza de Engracio Aranzadi.
Nazio bat gara. Eguneroko aberrigintzan eraikitzen den nazio bat.
Doctor en Historia Contemporánea